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Inspirábanle gran respeto los dos jóvenes, hasta el punto de hacerle afirmar que don Isidro y doña Feli eran las únicas personas decentes que habitaban en las Cambroneras. Adelante, Pepe decía Maltrana cuando, cerrada la noche, sonaba un golpe en la puerta. Y Pepe se presentaba llevando en las manos un lápiz y un rústico talonario de papel de barbas.

Isidro descendió del cerro por los sembrados para no encontrarse con Zaratustra, pensando, mientras caminaba, en el medio de sacar unas pesetas más del famoso tesoro oculto en sus bolsillos. Bien entrado el otoño, Isidro y Feli fueron a vivir en las Cambroneras. Después de abandonar la casa del hermano Vicente, habitaron un cuarto interior en la calle de Embajadores.

Los andaluces echaban en cara a los manchegos su rusticidad y a los castellanos su falta de sangre cañí, adulterada por innumerables cruces con los payos. Estos, a su vez, despreciaban a los procedentes de Andalucía por sus trapacerías y enredos, que habían dado a la raza su fama deshonrosa. Reconocíalos Isidro a simple vista a los pocos días de vivir en las Cambroneras.

En el resto de la semana permanecían los gitanos en las Cambroneras sin hacer nada, esperando el regreso de sus hembras, pájaros vivarachos y parleros que traían en el pico el pan de la familia. Desayunábanse con una copa de aguardiente o un mendrugo, y aguantaban el hambre durante todo el día, en plácida vagancia.

Era la vida de tribu: los machos descansando, por el privilegio de su fuerza, esperando el sustento de las hembras que iban al bosque, o sea a la inmediata población. Maltrana, a los pocos días de estancia en las Cambroneras, conocía los nombres de todos los respetables tunos del hampa gitanesca, bronceados y ágiles, con el rostro roído por las viruelas.

Era viuda; iba vestida de luto, con gitanesca exageración, pues hasta por encima del cruce del pañuelo se veía el borde de su camisa de percalina negra. Sin marido que le ganase, ni otra fortuna aparente que tres caballerías de un hijo suyo, era la hembra de más dinero de las Cambroneras, y su casa la mejor.

Feli, envuelta en su mantoncillo, cubierta la cabeza con un pañuelo que formaba visera sobre sus ojos, avanzaba con torpe paso apoyándose en su amante. Sus piernas hinchadas apenas podían moverse; el abdomen monstruoso la atormentaba con peso sofocante. Las largas semanas de inacción en su casucha de las Cambroneras habían entorpecido los resortes de su movilidad.

Pocos días después presentábase la muchacha escoltada por la Teodora y otras respetables brujas de las Cambroneras. ¡Aquí ties a tu chica! gritaban desde la puerta . ¡Vamos a ver si la pegas, peazo de bruto! El gitano rodaba los ojos, levantaba los brazos como si fuese a aplastar a la chavalilla, caída a sus pies con las manos juntas y el rostro compungido, y de repente rompía a llorar.

Por otra ventana veía el descampado de las Cambroneras, un gran espacio de tierra atravesado por un riachuelo, en el que lavaban sus guiñapos las gitanas, flotando sobre la corriente trapos y pedazos de periódicos. Enfrente abríase un gran portalón dando entrada a una callejuela de guijarros flanqueada por dos hileras de casuchas.

Jugaban a la barra o a los bolos en el descampado de las Cambroneras; los más hábiles tañían la guitarra, alegrando su debilidad con una música melancólica; los que eran industriosos tendíanse sobre el vientre en la orilla del río, y así permanecían horas y más horas esperando que algún gorrión quisiera buenamente dejarse apresar por la red colocada sobre la hierba.