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Apenas hubo cerrado la noche, se fué dando cuenta Gillespie, por ciertos preparativos, de que el aviso de Ra-Ra era cierto. Vió cómo los atletas bigotudos y malencarados se echaban á la espalda sus mochilas, despidiéndose de sus compañeros. Esto último lo presintió únicamente por sus gestos; pero así era en realidad.

Allí permanecía confundido en el grupo de curiosos que atisbaban las caras hermosas, y lo mismo abrían paso a las señoritas que volvían de misa con el devocionario en la mano, que echaban piropos a las criadas emperejiladas, que, doblándose al peso de las cestas, metíanse entre la varonil barrera para comprar un mazo de flores. ¡Qué bien se estaba allí!

, señor, ¿te sorprende? pues lo mismito quedé yo; estaba entretenido, en la acera de enfrente, en ver sacar los muebles de mi señor hermano, y a cada uno que echaban al carro, lo saludaba, diciendo: ¡toma, pillo! ¡toma, ladrón! cuando ¡cataplum! la señora Casilda que llega y se para a la puerta, con el aire de quien vacila, diciendo: ¿Entro o no entro?

Cualquier tonadilla de los pianitos de ruedas que van por la calle le gustaba y la conmovía más. Olimpia tocaba con fe y emoción, presumiendo que el espejo de los críticos la oía desde la calle. Cuando concluyó, estaba rendida, sudorosa, le dolían todos los huesos y apenas podía respirar. Ni siquiera tenía aliento para dar las gracias por las flores que todos le echaban.

Su instrucción y su ingenio agudísimo le hacían descollar sobre todos los demás mozos de la partida, y aunque a primera vista tenía cierta semejanza con Joaquinito Pez, tratándoles se echaban de ver entre ambos profundas diferencias, pues el chico de Pez, por su ligereza de carácter y la garrulería de su entendimiento, era un verdadero botarate.

Quizá mi sino era morir asi, en el mar, de héroe, y que los chicos de mi pueblo hablaran de Shanti Andía como de un personaje de leyenda. La primera impresión al entrar en el bote fué de sofocación; los sudestes y Ciras de los pescadores echaban un olor, mezcla de aceite de linaza, de pescado frito y de agua de mar, muy desagradable.

13 Y echaban fuera muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos, y sanaban. 15 Otros decían: Elías es. Y otros decían: Profeta es, o alguno de los profetas. 16 Y oyéndolo Herodes, dijo: Este es Juan el que yo degollé; él ha resucitado de los muertos.

Las olas invadían ya la parte delantera del buque, llevándose los objetos rotos por la explosión y los cadáveres despedazados. Los tripulantes echaban los botes al agua. Los oficiales, ayudados por algunos pasajeros, todos con su revólver en la diestra, iban reglamentando el embarco de la gente.

Cuando llegó a noticia de Momo que Marisalada iba a ponerse bajo la tutela de Rosa Mística, para aprender allí a coser, barrer y guisar, y sobre todo, como él decía, a tener juicio, y que el doctor era quien la había decidido a este paso, dijo que ya caía en cuenta de lo que don Federico le había contado de allá en su tierra, que había ciertos hombres, detrás de los cuales echaban a correr todas las ratas del pueblo, cuando se ponían a tocar un pito.

La falúa ya estaba cerca de ellos, y pudo coger la beta que le echaban, y en seguida el carel de la lancha, viéndose suspendido por una porción de brazos que los metieron dentro. Don Mariano, en los cortos momentos que esto duró, forcejeaba con don Máximo y otras personas, pugnando por arrojarse al agua. Cuando vio a su hija en la embarcación faltó poco para que la ahogase contra su pecho.