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Una vez creí haber encontrado esa alma semejante a la mía y le confié mi dicha. ¿Quién podría repetir el encanto de esas horas de embriaguez en que, recostado sobre el seno de Eulalia, respirando su aliento, atento al menor latido de su corazón y en que todas mis facultades se abismaban en una sola de sus miradas? ¡Y, no obstante, me ha engañado! y cuando, al estrecharla en los tristes abrazos de una larga despedida, le pedí el título de esposo, me lo concedió ante el padre de todo amor. ¿Qué derecho me ha arrebatado? ¿por qué me ha reducido a este estado de anonadamiento?

Al oír esto Carlos, que tenía un año más que Enrique, se puso hecho un energúmeno, diciendo que si le enredaban otra vez con sus mapas, iba a hacer una en las narices de su hermano y su primo que fuese sonada; pero aquél le tranquilizó en seguida, manifestándole por lo bajo que no habían andado con su rompe-cabezas, sino con los frascos de Eulalia: no sólo se sosegó, sino que tuvo una verdadera satisfacción, porque para odiar a Eulalia estaban todos de acuerdo en la casa, menos su padre y su madre.

¡Qué horror! exclamó Valle, poniendo los ojos en blanco y posándolos después blandamente sobre Eulalia. En efecto dijo D. Bernardo, es muy triste todo eso, pero de absoluta necesidad. ¿Dónde iríamos a parar si no se castigase con mano fuerte la rebelión? Que se castigue de otro modo señó; la pena de muerte debe ser proscrita de los códigos.

Sin embargo, Miguel medita un momento, y dice: ¡Mira, , que si Eulalia viniera ahora!... Ya no sube hasta la hora de dormir... ¿No ves que vamos a comer en este momento? Y si viene, ¿qué, recontra?

Si vamos al comedor así, me da mamá una tocata... ¡Recontra qué tocata! Miguel, con quien no había de ir el asunto, se contentó con sacudirse un poco el polvo. Mira, vamos al cuarto de Eulalia, al piso segundo, y allí nos podemos lavar... Yo con estas manos no voy al comedor. En efecto, las manos de Enrique en aquella sazón no estaban visibles.

En suma, y contrayéndonos al presente singular caso, el duende, hará cerca de diez años, desde que doña Eulalia cumplió quince, hasta dentro de tres días, que cumplirá veinticinco, se entiende con ella, la aparta de la convivencia de la gente y la hace arisca y zahareña: pero me ha predicho que desaparecerá dentro de los indicados tres días, y hasta que antes se dejará ver bajo la figura de un gallardo mancebo.

La primera que pasa es Irene, la dama brillante de palidez extraña, venida de allá, de los marea lejanos; la segunda es Eulalia, la dulce Eulalia, de cabellos de oro y ojos de violeta, que dirige al Cielo su mirada; la tercera es Leonora, llamada así por los ángeles, joven y radiosa en el Edén distante; la otra es Francés, la amada que calma las penas con su recuerdo; la otra es Ulalume, cuya sombra yerra en la nebulosa región de Weir, cerca del sombrío lago de Auber; la otra Helen, la que fué vista por la primera vez a la luz de perla de la Luna; la otra Annie, la de los ósculos y las caricias y oraciones por el adorado; la otra Annabel Lee, que amó con un amor envidia de los serafines del Cielo; la otra Isabel, la de los amantes coloquios en la claridad lunar; Ligeia, en fin, meditabunda, envuelta en un velo de extraterrestre esplendor... Ellas son, cándido coro de ideales oceánidos, quienes consuelan y enjugan la frente al lírico Prometeo amarrado a la montaña Yankee, cuyo cuervo, más cruel aun que el buitre esquiliano, sentado sobre el busto de Palas, tortura el corazón del desdichado, apuñaleándole con la monótona palabra de la desesperanza.

Ignacio, no menos inocentón, sonámbulo y distraído, aunque también no menos celoso de su honra que el tenor a que nos referimos, se casa con Eulalia, sin llegar a enterarse de lo que antes había pasado. Y aquí, lejos de disminuir dificultades, usted las acrecienta y las multiplica, en mi sentir sin necesidad.

Ante esta última pena, por ligera que pueda parecer, me he acordado de todo lo que he perdido; me he contemplado con espanto en mi soledad y en mi miseria; sin amigos, sin familia y sin patria, sin apoyo y sin esperanza, traicionado por el pasado, arruinado para el presente y desheredado para el porvenir; ¡abandonado de Eulalia y del Cielo!

No obstante, he cedido al prestigio de mis recuerdos con tanta confianza y abandono, que antes de abandonar la explanada me he vuelto maquinalmente para saber si Eulalia no seguía mis pasos.