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Tuvimos que intervenir tu padre y yo para amansar a los buenos curas: querían formarle un proceso por sacrilegio, ultrajes a la religión y qué se yo cuántas cosas más. Nos dio lástima. ¡Ay, hijo mío! en aquel tiempo una causa así era más de cuidado que hacer una muerte. ¿Y cómo ha seguido llamándose? preguntó un amigo de Rafael. Leonora, como quería su padre.

Doña Pepa, apremiada por las cartas de su hermano, vendía campo tras campo; pero aun así en muchas ocasiones se retrasaba el envío de dinero, y en vez de comer en la trattoría, cerca de la Scala, entre alumnas de baile y artistas de reciente contrata, se quedaban en casa, y Leonora, olvidando sus partituras, cocinaba valerosamente, aprendiendo las misteriosas recetas de la vieja bailarina.

Leonora aún estaba allí. La esperaría en el camino del huerto; había que aprovechar la mañana. El campo parecía estremecerse bajo los primeros besos de la primavera.

Quedaron los dos en silencio un buen rato, hasta que Leonora reanudó la conversación. La verdad es que si el agua sigue subiendo, a usted le hubiéramos agradecido la vida... Vamos a ver, con franqueza; ¿por qué ha venido usted? ¿Qué buen espíritu le ha hecho acordarse de a quien apenas conoce? Rafael enrojeció de rubor, tembló de cabeza a pies, como si le exigiera una confesión mortal.

Unos versos italianos, escritos con mano trémula y en torcidas líneas, llamaban la atención de Rafael. Los entendía a medias, pero Leonora nunca le permitía acabar la lectura. Era un lamento amoroso, desesperado; un grito de pasión rabiosa, condenada a la soledad, revolviéndose en el aislamiento como una fiera en su jaula. Luigi Maquia.

Eran solos los dos contra mucha gente; se abandonaban con el plácido impudor de los antiguos idilios en medio de la monotonía de una vida estrecha, en la que la murmuración era el más apreciado de los talentos. Leonora estaba triste.

Ni la madre ni el amigo veían la expresión de desaliento y tristeza de Rafael cuando quedaba solo, encerrado en un cuarto en cuyos obscuros rincones seguía viendo aquellos ojos verdes y misteriosos de que había hablado a Leonora. ¿Volver a ella? Nunca. Duraba en él la vergüenza y el anonadamiento por lo de aquella mañana.

Hola, Rafaelillo le decía muchas tardes al verle llegar. ¿Pero por qué viene usted con tanta frecuencia? Nos van a tomar por novios. ¿Qué dirá su mamá? Y Rafael sufría cruelmente; se avergonzaba de mismo, pensando en lo que ocurría en su casa; en las iras que arrastraba para llegar allí. Pero le era imposible librarse de la atracción que sobre él ejercía Leonora.

¡Ella!... ¿ella te ha hablado de ? Algo sin importancia. Me dijo que te había visto en la ermita una tarde. Y Cupido se calló lo demás. No dijo que Leonora, al nombrarle, había añadido que le parecía «un muchacho tonto».

Los endecasílabos con rimas encadenadas, forma singular y poco común, cuya estructura es fácil de entender por el ejemplo siguiente: «Saben los cielos, mi Leonora hermosa, Si desde que mi esposa te nombraron Y de los dos enlazaron una vida, Por bella divertida en otra parte, Quisiera aposentarte de manera En ella, que no hubiera otra señora Que no siendo Leonora la ocupara