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Iban desfilando las banderas de los diversos pueblos con todas las tintas del iris, y detrás de ellas los rusos, de ojos claros y místicos; los ingleses, con la cabeza descubierta, entonando cánticos de religiosa gravedad; los griegos y rumanos, de perfil aquilino; los escandinavos, blancos y rojos; los americanos del Norte, con la ruidosidad de un entusiasmo algo pueril; los hebreos sin patria, amigos del país de las revoluciones igualitarias; los italianos, arrogantes como un coro de tenores heroicos; los españoles y sudamericanos, incansables en sus vítores.

Ramoncito también lo hacía, pero con menos elegancia. Asimismo iba distinguiendo bastante bien las ostras de Arcachón de las que no son de Arcachón, el Château-Laffite del Château-Margaux, la voz de pecho, en los tenores, de la voz de cabeza, y la pasta dentífrica de Akinson de las otras pastas dentífricas.

Cuando al artista no le anima esa especie de alcohol espiritual del entusiasmo estético, se le ve caer en un marasmo parecido al que abruma a los desventurados esclavos del hachís y del opio.... Reyes había hecho a su modo un profundo estudio psicológico de los pobres tenores ex notables que venían a su pueblo averiados, como barcos viejos que buscan una orilla donde morir tranquilos, acostados sobre la arena; también sabía mucho de tiples de tercer orden que pretendían pasar por estrellas: aunque era muy joven todavía cuando había tenido ocasión de hacer observaciones, la reflexión serena le había ayudado no poco.

Y mezclados con ellos, abrumándoles con la importancia de su pasado, los veteranos del arte, los que hicieron las delicias de una generación casi desaparecida: tenores con canas y dientes postizos; viejos fuertes y arrogantes que tosen y ahuecan la voz para hacer ver que aún conservan la sonoridad del barítono; gente que pone en movimiento sus ahorros, con esa tacañería italiana comparable únicamente a la codicia de los judíos y presta dinero o abre tienda después de haber arrastrado sedas y terciopelos sobre las tablas.

A su manera, venía a pensar esto: «El teatro verdadero, el teatro por dentro, era el del ensayo; a Reyes no le gustaba la ficción en nada, ni en el arte; decía él que los tenores y tiples no debían cantar delante de las candilejas, entre árboles de lienzo y vestidos de percal ante un público distraído y en una sala estrecha donde el aire era veneno; los tenores y tiples debían andar, como los ruiseñores o las sirenas, esparcidos por los bosques repuestos y escondidos, o por las islas misteriosas, y soltar al aire sus trinos y gorjeos en la clara noche de luna, al compás de las melancólicas olas que batían en la playa, y de las ramas de la selva que mecía la brisa...». Bueno; pero ya que esto no podía ser, Bonifacio prefería oír a los cantantes en el ensayo.

Le veía alto, esbelto, de un moreno pálido, con el calañés sobre un pañuelo rojo, por debajo del cual se escapaban bucles de pelo color de azabache, el cuerpo ágil vestido de terciopelo negro, la cintura cimbreante ceñida por una faja de seda purpúrea, las piernas enfundadas en polainas de cuero color de dátil: un caballero andante de las estepas andaluzas, casi igual a los apuestos tenores que ella había visto en Carmen abandonar el uniforme de soldado, víctimas del amor, para convertirse en contrabandistas.

No se respira con el pecho, declara con su voz del Profeta, un poco enronquecida; se respira con el vientre. Por su procedimiento ha cambiado ya numerosos barítonos en bajos y no escasos tenores en barítonos, sin contar los que ha dejado afónicos. Pero él continúa imperturbable su degollina vocal.

Lo que se había visto era tal cual corista que se quedaba allí, casada con uno del pueblo, o ejerciendo un oficio; un director de orquesta se había hecho vecino para dirigir una banda municipal...; pero tiples y tenores, nunca habían parado tantos meses: concluido el trigo, volaban.

Genara se había establecido en su antigua casa, notoria tres años antes por la tertulia a que concurrían literatos tiernos y políticos maduros; pero ya en el invierno de 1833 no se abrían las puertas de aquella feliz morada para el primer poeta que viniese de su provincia cargado de tragedias, ni para los tenores italianos, ni para los abogados oradores que empezaban a nacer en las aulas con una lozanía hasta cierto punto calamitosa. El círculo era mucho más estrecho y las amistades más escogidas, con lo que ganaba en consideración la casa. Y aquí viene bien decir que la interesante señora había perdido por completo su afición a la poesía lírica (que no hay cosa durable en el mundo), y tanto caso hacía ya del prisionero de Cuéllar como de las nubes de antaño.

Maquinistas, comparsas, figurantas, coristas, bailarines y bailarinas, tenores y sopranos, autores, compositores, administradores y abonados salen juntos a la calle en confuso torbellino. Los unos bajan hacia la calle Drouot, los otros suben la escalera que conduce, por una galería descubierta, a la calle Lepeletier.