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Las damas que estaban muy quejosas, Diciendo, que con ellas se ha mostrado El Concilio con leyes rigurosas, Que el uso de rebozos ha quitado. En Lima vereis damas muy costosas De sedas, tramasirgos y brocados En las fiestas, y juegos arreadas, Mas los rostros y caras muy tapadas.

El decorado era de falso «Extremo Oriente»: un amontonamiento de muebles de laca negra y sin adornos, de sedas de colores desleídos ó de un azul negruzco, de ídolos espantables. Una luz difusa y verdosa descendía del techo: la luz de los teatros en una escena de noche.

Verona, ciudad importantísima, tiene sesenta mil habitantes, una agricultura floreciente, industria de sedas y otros ramos de riqueza pública, á la cual sacan los austríacos el 25 por ciento, segun tuve lugar de observar enterándome por medio de algunos contribuyentes.

Las mujeres llenaban todo el centro de la nave: había tantas que estaban apiñadas, molestas, dejando oír continuamente el chocar de las sillas, el crujido de las sedas y el aleteo de los abanicos. No iban vestidas de trapillo, como salen a las primeras misas, sino lujosamente ataviadas, cual si para ir a la casa de Dios les hubiesen servido la vanidad y la tentación de doncellas consejeras.

Consistía ésta en la manía de querer hacer creer á todo el mundo, que detrás de él, siguiéndole, persiguiéndole, engalanada con sedas y joyas, iba constantemente la comediante Dorotea; que cuando se acostaba, Dorotea se sentaba á la cabecera de su cama. Y esto, que era asunto de risa para la canalla de escalera abajo de palacio, era una verdad para el infeliz.

A los lados había dos medallones bordados sobre papel con sedas de colores y en el centro la firma de Gloria Bermúdez, y debajo una fecha bastante atrasada. Aquella salita tenía extremado carácter, como hoy se dice.

Su único contento era entonces revolver su tesoro, ordenar y distribuir los objetos, que eran de una variedad extraordinaria, y por lo común, de una inutilidad absoluta. Los pedacitos de lanas de bordar y de sedas y trapo llenaban un cajón.

Las paredes blancas, chapadas de azulejos árabes hasta la altura de un hombre, estaban adornadas con prospectos de corridas de toros impresos en sedas de diversos colores. Diplomas con vistosos títulos de asociaciones benéficas recordaban las corridas en que Gallardo había toreado gratuitamente para los pobres.

Si el dinero es la felicidad, nunca había tenido tanta como en los últimos años que pasó entre mantas e indianas, sedas y percalinas, arrullada a todas horas por el estrépito del Mercado y viendo por las mañanas, al levantarse, el pardalót de San Juan.

Las sedas, los rasos, la grata comodidad de los muebles, cuyas curvas incitaban a la voluptuosidad, la satisfacción de aprovecharlo todo, siendo ajeno, y la presencia de aquella mujer, que aunque ordinaria parecía una figura de Rubens, le tenían extático, suspenso el espíritu y alborotados los sentidos.