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Al extremo de la Avenida, el jardín de la Recoleta iba igualando los tonos oscuros de su arboleda tropical; y por encima, cerrando la perspectiva en la entrada del cementerio, la iglesia del Pilar, pequeña, simple, con algo de atónito en su distante apariencia: vieja capilla que la ciudad colonial desaparecida había dejado allí disimulada en la humildad de su encanto.

El enfermo, en su delirio, empezó a sentirse agobiado por la densidad y el número de estos seres blancos y huesosos, de negros alvéolos y maligna risa, armazones de una vida desaparecida que se empeñaban tenazmente en subsistir, llenándolo todo. Eran tantos, ¡tantos!... Imposible moverse.

Había que ocuparse ahora de los pies, y despojó al lidiador de sus calcetines, dejándole sin más ropas que una camiseta y unos calzones de punto de seda. La recia musculatura de Gallardo marcábase bajo estas ropas con vigorosas hinchazones. Una oquedad en un muslo delataba la profunda cicatriz, la carne desaparecida bajo una cornada.

En esto entró la amable vecina, echó una ojeada al descarnado esqueleto cuyas angulosas formas dejaban adivinar los trapos que la cubrían. La cara parecía como fundida y achicada, pues la nariz afilada y las sienes hundidas dibujaban duramente sus líneas, y los párpados cerrados le daban una expresión de augusta calma y revelaban una belleza desaparecida hacía mucho tiempo.

En el fondo de este cuadro casi imaginario ya, se destaca una figura: es la imagen de Magdalena, con su traje y su velo blanco y su corona de desposada. Algunas veces tanto contrasta la tenuidad de esta visión con las realidades más crudas que la preceden y la siguen la confundo, por decir así, con el fantasma de mi propia juventud, virgen, velada desaparecida.

Y mezclados con ellos, abrumándoles con la importancia de su pasado, los veteranos del arte, los que hicieron las delicias de una generación casi desaparecida: tenores con canas y dientes postizos; viejos fuertes y arrogantes que tosen y ahuecan la voz para hacer ver que aún conservan la sonoridad del barítono; gente que pone en movimiento sus ahorros, con esa tacañería italiana comparable únicamente a la codicia de los judíos y presta dinero o abre tienda después de haber arrastrado sedas y terciopelos sobre las tablas.

Le examinaban como si entre el último encuentro y el minuto actual hubiese ocurrido un gran cataclismo transformador de todas las leyes de la existencia, como si fuese el único y milagroso superviviente de una humanidad totalmente desaparecida. Todas acababan por hacer las mismas preguntas: ¿No va usted á la guerra?... ¿Cómo es que no lleva uniforme?

¡Pues bien... decididamente, huyo el cuerpo a ese santo lazo... estoy desalentado! ¿Por qué? ¡Porque cuanto más observo, más me convenzo de que ya no hay niñas honradas, y, por consecuencia, no puede haber tampoco fieles esposas! ¿Qué ha dicho usted? Digo, que ya no hay mujeres honradas... al menos en nuestra clase... es una especie desaparecida.

Las manos carecían de dedos; los brazos se habían acortado y eran aletas ó informes muñones; las mejillas ocultaban bajo placas de algodón el zarpazo de la granada, igual á una cicatriz cancerosa; la horrible oquedad de la nariz desaparecida se disimulaba con un tapón negro sujeto á las orejas.

No puedes figurarte lo que le molestaba la resurrección de una cosa que creía muerta y desaparecida para siempre. «¿Por dónde saldrá ahora?... ¿Para qué me llamará?». Yo decía también: «De fijo que hay muchacho por en medio». Esta sucesión me cargaba. «Pero en fin, ¡qué remedio!...» pensaba al subir por aquellas oscuras escaleras. Era una casa de la calle de Hortaleza, al parecer de huéspedes.