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Temblorosa y muy pálida con su vestido negro, la delicada y enfermiza criatura se suspendía de su brazo y se estremecía bajo las miradas con que la examinaban los extraños, en las cuales se mezclaban la compasión y el desdén. Su suegra la había acogido con reproches e imprecaciones, y transcurrió casi un año antes que entre ellas se establecieran relaciones algo tolerables.

El Capitán y Cornelio, asomados al mar por la banda de proa, mientras que Hans y el chino atendían a la vela, examinaban con atención las aguas para no chocar contra cualquier escollera que subiese hasta la superficie y que indudablemente habría destrozado a la débil embarcación. Tenían el atol como a un cable de distancia delante de ellos.

Sonaron ronquidos en los cortos espacios de silencio que dejaba la artillería. Los oficiales, de pie detrás de ellos, examinaban el paisaje con sus lentes de campaña ó hablaban formando grupos. Unos parecían desalentados; otros, furiosos por el retroceso que venían realizando desde el día anterior; los más, permanecían tranquilos, con la pasividad de la obediencia.

Así permaneció mucho tiempo, deseando que transcurriesen las horas con prodigiosa rapidez y terminase el suplicio de una espera impotente, viendo aparecer á lo lejos el auxilio que había pedido á sus amigos. Sus ojos, que examinaban el horizonte, sin ver en él nada extraordinario, se animaron de pronto al distinguir un pequeño jinete que iba agrandándose en el avance de su galope continuo.

Los habitantes de la cabaña examinaban al recién llegado con una expresión de temor y de recelo y esperaban pacientemente que el singular personaje hiciera conocer el objeto de su visita. Pero él no parecía ocupado más que en una cosa, en calentarse, y arrojó al fuego con desparpajo algunos trozos de madera en los que se veían aún aplicaciones de hierro.

»¡Oh, no! ¡Pobre papacito mío, no quiero estar más en la cama; quiero sentirme siempre bien y tener buen semblante, y hacer mucho ruido en la casa, para que te tranquilices, para que no te aflijas tanto por mi causa! ¡El otro día, mientras los doctores me examinaban, lo vi en el espejo: no se imaginaba que yo lo miraba, y se apretaba una mano con la otra e inclinaba la cabeza hacia nosotros, respirando fatigosamente, como si la persona que esperaba la sentencia del médico, fuera él mismo!...

Los tripulantes del lagarto volador examinaban la misma nube, pero con el auxilio de aparatos ópticos. Una de las amazonas aéreas le gritó algunas palabras en su idioma, al mismo tiempo que señalaba con un dedo la remota mancha blanca. El gigante le contestó con una sonrisa indicadora de su comprensión. A partir de este momento la nube fué tomando para él contornos fijos.

Apenas avanzaron algunos pasos por una larga galería, el empleado que vigilaba esta sección dio una voz, y un muchacho descalzo, con ligereza de diablillo, saltó de puerta en puerta, descorriendo con gran estrépito los cerrojos. En la entrada de cada celda apareció un niño, cuadrándose con militar rigidez. Se examinaban con miradas oblicuas unos a otros, apretando los labios para sofocar la risa.

Cerca de él vieron al presbítero Laguardia, y esto contribuyó aún más a ponerle de mal humor; porque odiaba a este clérigo como tal, y además por el papel que había representado en el fracasado matrimonio de su hija. Pero la observación de aquellos curiosos ritos religiosos que ambos examinaban como si por primera vez los hubieran visto en su vida, le distrajo de todo incómodo pensamiento.

Al entrar las señoras tiraban cada una de su cordoncito para marcar la asistencia de este modo, y las amigas se encargaban algunas veces de hacerlo por las ausentes, engañando á las monjas, que, terminada la reunión, examinaban la lista con una curiosidad meticulosa.