United States or Cocos Islands ? Vote for the TOP Country of the Week !


Al extremo de la Avenida, el jardín de la Recoleta iba igualando los tonos oscuros de su arboleda tropical; y por encima, cerrando la perspectiva en la entrada del cementerio, la iglesia del Pilar, pequeña, simple, con algo de atónito en su distante apariencia: vieja capilla que la ciudad colonial desaparecida había dejado allí disimulada en la humildad de su encanto.

En las horas de tristeza, proyectaba entretener su actividad elevando un mausoleo enorme, todo de mármol, en la Recoleta, el cementerio de los ricos, para trasladar á su cripta los restos de Madariaga, como fundador de dinastía, siguiéndole él, y luego todos los suyos, cuando les llegase la hora. Empezaba á sentir el peso de su vejez.

Alineado a la salida de la Recoleta, soporté con todos los parientes de la muerta, los apretones de los concurrentes, que le dan la mano a uno como diciéndole: «¡eh! míreme usted, he asistido, no lo olvide,» y cuando terminó esta dura prueba de resistencia, di vuelta y vi a don Benito que me esperaba. ¿Piensas ir con la parentela? me dijo. ¿Qué hacer?

Existía y estaba, por libérrima y unánime voluntad, suya y de su padre, recoleta en las Carmelitas, adonde la habían conducido el desprecio del mundo exterior y aparente, en el cual ella tampoco creía, y el ansia de una absoluta y perfecta serenidad. Por algo Angustias era hija de Belarmino.

El único que no estaba en la casa era Alejandro: el pícaro pardo había cumplido su promesa; un día de un altercado tremendo con mi tía, desbocó los caballos al descender la violenta pendiente de la barranca de la Recoleta y volcó el landeau en una zanja, lo hizo pedazos y magulló a mi tía que fue izada por la ventanilla con la gorra en la nuca y los vestidos en un desorden inconveniente.

Ya todo ha concluido, ahora te vienes conmigo y mañana fuera el luto. Y subimos al cupé, que rompió la marcha por entre los numerosos carruajes apostados en las extensas avenidas del cementerio. Eran las 4 de la tarde; el tiempo era espléndido; el cielo, azul y sin nubes, se reflejaba en el pedazo de río que se alcanza a ver desde la barranca de la Recoleta.

Un entierro de fuste en Buenos Aires no necesita describirse: el empresario fúnebre conoce los gustos de la gran capital, en los que prepondera la gran aldea: el convoy tiene que hacer corso en la calle de la Florida: no hay otra calle para ir a la Recoleta, y si a alguien se le ocurriera la idea de cambiar el itinerario, no sería difícil que el muerto o la muerta, siendo de la aristocracia, o sobre todo de la gran política, resucitara protestando contra la variación de la ruta.

Estos son hechos que la crítica apasionada del Facundo ha perdido de vista también, y de los cuales no es posible prescindir si se desea calificar desapasionadamente este libro. Acostumbraba Sarmiento en su vejez visitar nuestro cementerio de la Recoleta el día de Difuntos. Es uno de sus más bellos artículos el que refirió en El Debate su visita de 1885.

Guardián de la Recoleta de Cajamarca era, por los años de 1806, fray Fernando Jesús de Arce, quien, contrariando la arzobispal y disciplinaria disposición, dió en permitir el paseíto por su claustro a las cristianas que lo solicitaban alegando el delicado achaque. La autoridad civil tuvo o no tuvo sus razones para pretender hacerlo entrar en vereda, y se armó proceso, y gordo.

Salíamos de la plaza de la Recoleta para entrar en la calle larga, cuando nuestro carruaje se cruzó con una victoria elegantísima, tirada por una fogosa pareja de alazanes y dirigida por un cochero de una corrección irreprochable. Repantigadas cómodamente en el amplio asiento, iban dos mujeres distinguidísimas, cuyo saludo apenas tuvimos tiempo de contestar.