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A su manera, venía a pensar esto: «El teatro verdadero, el teatro por dentro, era el del ensayo; a Reyes no le gustaba la ficción en nada, ni en el arte; decía él que los tenores y tiples no debían cantar delante de las candilejas, entre árboles de lienzo y vestidos de percal ante un público distraído y en una sala estrecha donde el aire era veneno; los tenores y tiples debían andar, como los ruiseñores o las sirenas, esparcidos por los bosques repuestos y escondidos, o por las islas misteriosas, y soltar al aire sus trinos y gorjeos en la clara noche de luna, al compás de las melancólicas olas que batían en la playa, y de las ramas de la selva que mecía la brisa...». Bueno; pero ya que esto no podía ser, Bonifacio prefería oír a los cantantes en el ensayo.

Tenía Currita puesta la celada de Bayardo sobre su fama de mujer a la moda, y esto iba a pegarle en la cimera, a herir directamente su honor, significando, como significa en sustancia, que era ella una Jimena sin ningún Cid que la defendiese; atroz insulto, ofensa imperdonable hecha a una dama que sobrepujaba en celebridad a cuantos toreros, cantantes, saltimbanquis, pulgas industriosas y monos sabios habían hasta entonces alcanzado fama en la corte.

Buscando luego paliativos a su disgusto, se dijo que el exceso de pudor ahogaría su porvenir artístico. ¡Pues qué! ¿No había visto, por ejemplo, y nada menos que a célebres cantantes, lucir las piernas haciendo el paje de los Hugonotes, y algo más que las piernas en la Venus del Tannhauser?

Á las diez entrábamos en el proscenio de Pector y nos encontramos un público entusiasmado con los cantantes, que realmente tenían talento, pero que estaban secundados por detestables artistas que convertían la representación, fuera de las escenas de los protagonistas, en un verdadero escándalo musical. Jenny Hawkins no estaba en escena ni apareció hasta el final del acto.

La aurora son las Cortes que con sabios vocales remediarán los males dándonos libertad. El músico había sido tan inhábil al componer el discurso musical, y tan poco conocía el arte de las cadencias, que los cantantes se veían obligados a repetir cuatro veces <i>que con sabios, que con sabios</i>, etc. Pero esto no quita su mérito a la inocente y espontánea alegría popular.

Ayudaba a componer el menú de la cena; elegía los vinos; indicaba los mejores cantantes y cantatrices, a quienes se invitaba también al gabinete. Luego se sentaba en un extremo de la mesa, con su botella de champaña, que los criados le llevaban cada vez que cambiaba de sitio. Cuando le dirigían la palabra se sonreía, y diríase que hablaba mucho, aunque guardaba, en realidad, casi siempre silencio.

Como ella venía a ser la empresaria, y los cantantes eran sus íntimos amigos y personas muy decentes, no habría inconveniente en presenciar las funciones de ópera entre bastidores. Las de Ferraz propusieron el expediente a las de Silva, que sin consultarlo con el papá, con quien no consultaban nada, aceptaron locas de alegría.

Entre la muchedumbre que había acudido a despedir a los cantantes, se sintió Bonis, después que desapareció el coche en la oscuridad, muy solo, abandonado, sumido otra vez en su insignificancia, en el antiguo menosprecio.

En lo del teatro se admitieron acciones de algunos aficionados de la ciudad; pero estas eran insignificantes comparadas con las de Emma; de modo que ella venía a ser el verdadero capitalista, representada, es claro, por Nepomuceno en todo lo que se refería a la parte económica del negocio, y por Bonis en lo tocante a entenderse con músicos y cantantes.

Esta noche se repite la ópera El Profeta, puesta en escena cincuenta y ocho veces, lo cual supone que ha dado lugar á una entrada por valor de cuatro ó cinco millones de reales. La poesía es francesa; la música, francesa; los cantantes, franceses. Es verdad que este espectáculo no tiene el sabor de la ópera italiana.