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Don Rosendo continuaba cada vez más pujante y empeñado en su campaña periodística. Introducía en el Faro todas aquellas formas y maneras que observaba en la prensa nacional y extranjera, particularmente en la francesa. Pero donde más se distinguía era en las de mercados. No es fácil representarse la destreza con que manejaba, traía y llevaba los cereales, los aceites, los caldos y los arroces.

Este viejo representaba para él un resto del pasado. Podría asomarse de tarde en tarde á la cocina para hablar de los lejanos tiempos en que se vieron por primera vez. Y Caragòl se retiró, satisfecho de su éxito. En cuanto á esos franceses dijo antes de salir , déjelos á mi cargo. Deben ser buenas personas... Veremos qué dicen de mis arroces.

Oculta entre dos rocas, como los crustáceos cazadores, estaba la rascaza. Era la escòrpa del mar de Valencia, que Ferragut había conocido en su niñez; el animal amado de su tío el Tritón, á causa de su carne substanciosa que espesa la sopa marinera; el precioso componente buscado por el tío Caragòl para el caldo de sus arroces. La cabeza, enorme, tenía unos ojos completamente rojos.

Colocando su mentalidad al nivel de la de este hombre sencillo, se gozó en trazarle un plan de vida. Podía emplear su capital en cualquiera empresa modesta del puerto de Valencia: podía establecer un restorán, que pronto se haría célebre por sus olímpicos arroces. Sus sobrinos, que eran pescadores, lo recibirían como á un dios.

Pero, ¡ah!, la factura de sus novelas será muy notable; mas no tanto como la de aquellos arroces, dorados y humeantes, devorados fieramente, bajo el alegre cielo madrileño, en amable cordialidad, en aquellos buenos días que retornan del fondo de lo pasado perfumados de alegría y de juventud. Perdonadme, respetables señores, estas fugas sentimentales y pintorescas.

Eran ocho mil reales, amasados trabajosamente entre las dos mujeres, arañados al jornal de Tónica y a la pobre pensión de Micaela, adquiridos a fuerza de alimentarse con arroces insípidos los más días de la semana, remendar los trajes hasta que se deshilachaban de puros viejos y pasar las veladas a obscuras para evitar el gasto de luz. Juanito dudó. No le parecía mal el propósito.

MÁXIMO. Chica, ¿sabes qué este arroz está muy bien, pero muy bien hecho...? ELECTRA. En Hendaya, una señora valenciana fue mi maestra: me dio un verdadero curso de arroces. hacer lo menos siete clases, todas riquísimas. MÁXIMO. Vaya, chiquilla, eres un mundo que se descubre... ELECTRA. ¿Y quién es mi Colón? MÁXIMO. No hay Colón. Digo que eres un mundo que se descubre solo...

Yo uno a este suculento recuerdo un buen puñado de episodios juveniles; mi estómago siente una onda sentimental al evocar aquellos arroces, que eran como un paréntesis de encanto en medio de aquellos días menesterosos, en que el más loco y bizarro mocerío florecía en rosas de alegría e imprevisión.

Las mujeres buenas huelen á pescado y á estropajo: estaba seguro de ello... En su lejana juventud, los conocimientos del pobre Caragòl no habían ido más allá. Al quedar solo, agarró un trapo, agitándolo violentamente como si sacudiese moscas. Quería limpiar el ambiente de malos olores. Sentíase escandalizado, como si hubiesen dejado caer una pastilla de jabón en uno de sus arroces.

El marino vió en esta miseria física el triste final de un régimen alimenticio absurdo, alegre y pueril: los dulces sirviendo de base de nutrición, los grandes arroces como plato diario, las sandías y melones llenando el intermedio entre las comidas, los helados servidos en copas enormes, esparciendo el perfume de su nieve melosa.