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Da gusto vivir pensó al abandonar su hotel después de haber almorzado rápidamente en un comedor donde sólo quedaban los criados. Paseó toda la tarde por el Bosque de Bolonia, y poco antes del ocaso volvió á los bulevares. Se proponía comer en un restorán, buscando luego á los Torrebianca para pasar juntos una parte de la noche en cualquier lugar de diversión.

Desnoyers protestó con mal humor. ¿Marcharse?... París era pequeño para ellos por culpa de Margarita, que se negaba á volver al único sitio donde estarían al abrigo de toda sorpresa. En otro paseo, en un restorán, allí donde fuesen, corrían igual riesgo de ser conocidos.

«¡Oh, París!...» Esta exclamación mental del oficinista resucitó en su imaginación todos los episodios de la vida alegre que llevan los extranjeros en la gran ciudad, según él había leído en las novelas. Vió un elegante restorán nocturno, como se imaginaba que eran los restoranes de Montmartre y como los había admirado directamente muchas veces en las historias cinematográficas.

Por no disgustarla, se dirigió Robledo á las diez de la noche á la avenida Kleber, donde vivía la condesa, después de haber comido con varios compatriotas en un restorán de los bulevares. Dos servidores alquilados para la fiesta se ocupaban en recoger los abrigos de los invitados. Apenas entró el ingeniero en el recibimiento, se dió cuenta de la mezcolanza social descrita por Elena.

En las calles inmediatas suenan nuevas orquestas allí donde hay un establecimiento público, café, hotel ó restorán, con un rótulo inglés en su puerta, para atraer á los héroes del momento: Dancing. Mira á la montaña que cierra el fondo de la plaza y guarda tumbas en su flanco. Luego mira á lo alto.... La tierra y el cielo ignoran nuestros dolores. Y la vida también. Monte-Carlo. Enero-Julio 1919.

Detrás de una puerta, del lado izquierdo del pasillo, el enfermo seguía golpeando de un modo regular y monótono; pero aquel ruido no turbaba el silencio, porque se confundía con él. La noche avanzaba, y el enfermo seguía llamando. En el restorán Babilonia se habían apagado ya todas las luces, y él seguía llamando, locamente obstinado, infatigable, casi inmortal.

Abría afanosa cuantos libros le veía a él leer, como buscando en sus páginas el rastro de su mirada melancólica. Se sentaba en todos los sillones y canapés, pensando que el doctor había estado sentado en ellos. Una noche, hallándose el doctor, según su costumbre, en el restorán Babilonia, llegó a tenderse con cuidado en la cama.

Regresó el ingeniero al centro de la ciudad para comer en un restorán, y tres veces llamó por teléfono á la casa de Torrebianca. Cerca ya de media noche le contestaron que el señor acababa de entrar, y Robledo se apresuró á volver á la avenida Henri Martin. Encontró á Federico en su biblioteca considerablemente avejentado, como si las últimas horas hubiesen valido para él años enteros.

Durante cinco años habían trabajado con él en la oficina; todos los días le daban la mano al llegar y al marcharse; todos los días le hablaban; todos los meses, después de cobrar, comían con él, como aquel día, en un restorán, y, no obstante, se les antojaba que aquel día lo veían por primera vez. Lo vieron y se llenaron de extrañeza.

Asustada, a punto de perder el juicio, la enfermera llamaba entonces por teléfono al doctor Chevirev, que se encontraba en el restorán Babilonia, donde acostumbraba a pasar las noches. El doctor poseía el don de tranquilizar a los enfermos sólo con su presencia.