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El burgués era un adolescente pálido y desmedrado, un muchacho de dieciséis años, con el traje raído, pero con gran cuello y vistosa corbata; el lujo de los pobres. Temblaba de miedo al enseñar sus pobres manos finas y anémicas, manos de escribiente encerrado a las horas de sol en la jaula de una oficina.

Era un señor grueso, bondadoso, de trato campechano: un burgués de Buenos Aires venido á menos que había pedido un empleo para poder vivir, resignándose á aceptarlo en la Patagonia. Llevaba traje de ciudad, pero con el aditamento de botas altas y gran sombrero, creyendo haber conseguido con esto el aspecto que exigía su cargo.

Era como el tinte de placidez que toma la cara del buen burgués al penetrar en el hogar doméstico. Saludáronse los dos amigos con el afecto de siempre.

Por su alta jerarquía, más respetada en provincia donde se tributa a la nobleza un culto que delata al villano y al siervo bajo la levita del burgués, por su cuantiosa renta, por el apartamiento de su vida y hasta por el misterio y silencio de su palacio antiquísimo, parecía habitar en atmósfera más elevada, al abrigo de las flechas de todas las beldades indígenas.

Despreciadores de lo circunstancial y adjetivo, no parecen dolerse ni del comer modesto ni del sobrio vestir, pero en cambio, aspiran á lo más alto, á la admiración y rendimiento de los espíritus, á que todos les recuerden, á que así el académico, como el burgués modesto, como el obrero, sepan sus nombres de memoria.

Baudelaire huyendo del burgués de París, Rubén asfixiado por la estupidez del ambiente, Musset ahogando un dolor amoroso, son borrachos corrientes y hasta vulgares. Poe y Verlaine, los clarividentes, me interesan más que todos, porque su órbita literaria estaba en el fondo de esos extraños paraísos violáceos.

Entrando por ella vienen a la memoria nuestras costumbres patriarcales de principios del siglo, la malicia inocente de nuestros padres, los fogosos doceañistas, la Fontana de Oro, y se extraña no ver a la izquierda las famosas gradas de San Felipe. El café del Siglo, situado hacia el promedio de esta calle, participa del mismo carácter burgués, ofrece igual aspecto apacible y honrado.

Ya estará usted enterado de lo que ocurre le dijo, mientras dos remeros hacían deslizar el bote sobre las olas . ¡Esos bandidos!... ¡Esos mandolinistas!... Ulises, sin saber por qué, hizo un gesto afirmativo. Este burgués indignado era un alemán: uno de los que ayudaban á la doctora. Bastaba oírle.

Ya sabe usted, doctor, que usted es el único burgués que yo saludo. Era el Barbas, el terrible solitario de Labarga, que pasaba sus horas de vagancia encogido en el suelo, inmóvil, como un profeta de horrores, escupiendo amenazas é insultos sobre los ricos del país. Hacía tiempo que habían demolido su barraca, después de socavar el suelo.

Y Mónaco quedaba aislado dentro de Francia, con su soberanía bien reconocida; pero la tal soberanía no abarcaba mas que una ciudad única en la meseta de un peñón, un pequeño puerto y unos alrededores cubiertos de plantas parásitas: casi el terreno que recorre un burgués pacífico en su paseo después del almuerzo. ¿Cómo iba á sostenerse el minúsculo Estado?... El juego lo salvó.