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Y Juanón, como si no se pudiera ordenar nada que no fuese por su voz, repetía a gritos: ¡A la cárcel, muchachos! ¡A salvar a nuestros hermanos! Dieron un largo rodeo para entrar en la ciudad por una callejuela, como si les avergonzase pisar las vías anchas y bien iluminadas.

Cansados de gemir, de arañarse, de golpear el suelo con la cabeza, anonadados por su dolor ruidoso, todos los de la familia volvieron a formar círculo en torno del cadáver. Juanón hablaba de velar con algunos compañeros a la muerta hasta la mañana siguiente. La familia podía dormir mientras tanto fuera de la gañanía, que bien necesitada estaba de ello. Pero la vieja gitana protestó.

Más adelante, cuando recogiesen las cosechas, prendería fuego a los pajares, incendiaría los cortijos, envenenaría los ganados de las dehesas. Los que estaban en la cárcel, esperando el momento del suplicio, Juanón, el Maestrico y los otros desgraciados que morirían en garrote, iban a tener un vengador.

El primero en aproximarse al improvisado caudillo, fue Paco el de Trebujena, el bracero rebelde, despedido de todos los cortijos, que andaba por el campo con su borriquillo vendiendo aguardiente y papeles revolucionarios. Yo voy contigo, Juanón, ya que el compañero Fernando nos espera.

Juanón, impulsado por la cólera, poníase de pie. ¡La Mano Negra! ¿Qué era aquello?