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Juanón se afirmaba en esta creencia, viendo el estado de consunción de la muchacha. Ya no quedaba en ella el menor vestigio de carne: sus débiles músculos de anémica se habían derretido. Sólo subsistía el esqueleto, marcando sus angulosidades bajo la epidermis blancuzca, que parecía adelgazarse también como una envoltura sutil.

Muchos seguían sus palabras abriendo desmesuradamente los ojos, como si quisieran absorberlas con la vista. Juanón y el de Trebujena asentían con movimientos de cabeza. Habían leído confusamente lo que decía Salvatierra, pero en boca de éste les conmovía como una música vibrante de pasión. El viejo Zarandilla no temió romper este ambiente de entusiasmo, interviniendo con su sentido práctico.

Sus brazos de atleta se elevaron por encima de las cabezas. ¿Pero quién dio la orden para reunirnos?... ¿El Madrileño? A ver: que venga: que lo busquen. Los obreros de la ciudad, el núcleo de compañeros de la idea que había salido de Jerez y tenía empeño en volver a entrar con la gente del campo, se agrupó en torno de Juanón, adivinando en él al jefe que iba a unir todas las voluntades.

Había sido viñador, pero por su fama de revoltoso y pendenciero, tenía que dedicarse al trabajo de los cortijos, encontrando ocupación sólo en Matanzuela, gracias a Rafael, que le protegía por ser amigo de su padrino. Juanón inspiraba respeto a toda la gañanía. Era un impulsivo, sin recaídas de desaliento: una voluntad enérgica que se imponía a los compañeros.

Algunos de los que estaban en la gañanía lo noche de la juerga, tuvieron que pedir la cuenta y buscar trabajo en otros cortijos. Los compañeros mostrábanse indignados. Iban a llover puñaladas. ¡Borrachos! ¡Por cuatro botellas de vino habían vendido a unas muchachas que podían ser sus hijas!... Juanón llegó a encararse con el aperador.

Juanón calló, y sus compañeros permanecieron como aterrados por aquel espectro de la imaginación meridional, que parecía cubrir con sus trapajos negros todo el campo de Jerez. La gañanía, después de la cena, había recobrado la calma de la noche. Muchos hombres dormían tendidos en sus esterillas con un ronquido fatigoso, aspirando a ras de tierra las emanaciones asfixiantes del rescoldo de boñiga.

Llegaron en su marcha sin objeto a la plaza Nueva, y al ver que el jefe se detenía, agrupáronse en torno de él, con la mirada interrogante. ¿Y ahora qué hacemos? preguntaron con inocencia. ¿Adónde vamos? Juanón ponía un gesto feroz. Podéis diros donde queráis; ¡pa lo que hacemos!... Yo a tomar el fresco.

Juanón esperaba un arrebato de cólera del rebaño miserable: hasta se preparaba a intervenir con su autoridad de jefe para aminorar la catástrofe. ¡Esos son los ricos! decían en los grupos. Los que nos engordan con gazpachos de perro. Los que nos roban. ¡Míalos cómo se beben nuestra sangre!...

Sólo mostraban alguna vehemencia al apreciar el valor con que habían muerto, el gesto que les acompañó al patíbulo. Juanón y el de Trebujena habían marchado al palo como lo que eran: como hombres incapaces de miedo ni de fanfarronadas. Los otros dos asesinos habían muerto como unos brutos.

Eran unos mil; los obreros de la ciudad, y los hombres-fieras, que habían ido a la reunión oliendo sangre y no podían retirarse, como si les empujase un instinto superior a su voluntad. Al lado de Juanón, entre los más animosos, marchaba el Maestrico, aquel muchacho que pasaba las noches en la gañanía, enseñándose a leer y escribir. Creo que vamos mal decía a su vigoroso compañero.