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Juanón calló, y sus compañeros permanecieron como aterrados por aquel espectro de la imaginación meridional, que parecía cubrir con sus trapajos negros todo el campo de Jerez. La gañanía, después de la cena, había recobrado la calma de la noche. Muchos hombres dormían tendidos en sus esterillas con un ronquido fatigoso, aspirando a ras de tierra las emanaciones asfixiantes del rescoldo de boñiga.

Era una pieza estrecha y larga, que aún parecía más grande por lo denso de la atmósfera y la escasez de luz. En el fondo estaba el hogar, en el que ardía una lumbre de boñiga seca, despidiendo un olor infecto. Un candil marcaba su llama como una lágrima roja y titilante en este ambiente nebuloso. El resto de la pieza, completamente a oscuras, tenía en sus tinieblas palpitaciones de vida.

¡Y allí tenían ustedes a todo un capitalista, cargado de oro y diamantes, apeándose entre puercos, terneros y mastines, descubriéndose humildísimo, dando la mano y preguntando por la señora y demás familia a un rústico destripaterrones, que olía a boñiga y aguardiente, y apenas se dignaba responder como sabía a tantas deferencias, no obstante haberle sido presentado el candidato con los títulos consabidos de «persona independiente, con treinta mil duros de renta y mucho talento!.

Un hedor de asfalto recalentado y boñiga en fermentación surgía del suelo de las grandes vías. Cerca de la casa del señor Vicente, en las estrechas calles de los barrios bajos, el mal olor del verano martirizaba el olfato. La plaza de la Cebada humeaba como un estercolero en putrefacción.

Ninguna mano celosa barriera las hojas secas que hacían natural y blanca alfombra, ni los parches de boñiga de vaca caídos a trechos como descomunales obleas negras.

Para rodar por la arena, con los calzones rotos, manchado de sangre y de boñiga, había que pagar el valor de los asientos de la plaza, encargándose el mismo diestro o su representante de colocar los billetes.

En la puerta llamada de Caballos, bajo un arco que daba salida a la plaza, formábanse los toreros con la prontitud de la costumbre: los maestros al frente; luego los banderilleros, guardando anchos espacios; y tras ellos, en pleno corral, pateaba la retaguardia, el escuadrón férreo y montaraz de los picadores, oliendo a cuero recalentado y a boñiga, sobre caballos esqueléticos que llevaban vendado un ojo.

Hablaba con entusiasmo de la operación de herrar, que don Fernando no había visto nunca. Los yegüerizos echaban sus lazos de cerda a los potros indómitos, sujetándolos por las orejas, mientras se calentaba el hierro en un fuego de boñiga seca; y al estar la marca al rojo, ¡zas!, se la aplicaban al costado, quemándose los pelos y quedando la piel señalada para siempre con la cruz y la media luna.

Al ruido de sus pasos, fieros mastines asomaban la enorme cabeza por las bardas con sordos ladridos. Un hedor de boñiga húmeda impregnaba el aire. Por las puertas entreabiertas veíanse hociqueando en montones de zapatos viejos y pilas de harapos los cerdos corraleros, que eran vendidos a los tratantes de las afueras después que engordaban con la inmundicia de la población.