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El aperador conoció a uno de los dos hombres que tiraba del ronzal de la bestia para que acelerase la marcha. Le llamaban Manolo el de Trebujena y era un antiguo gañán que, después de una sublevación de los obreros del campo, estaba señalado por todos los amos como perturbador.

Juanón y su camarada el de Trebujena esperaban resignados el último suplicio. No querían vivir, les daba asco la vida después de las amargas decepciones de la noche famosa.

¡Vivan las Cortes! gruñó Lombrijón batiendo palmas con el ritmo de la malagueña . Lo que igo es que un ruedo de muchachas bailando, con un par de guitarras y otros tantos mozos güenos y un tonel de lo de Trebujena que güelta a la reonda, me gustan más que las Cortes, donde no hay otra música que la del cencerro que toca el presiente y el romrom de los escursos.

Muchos seguían sus palabras abriendo desmesuradamente los ojos, como si quisieran absorberlas con la vista. Juanón y el de Trebujena asentían con movimientos de cabeza. Habían leído confusamente lo que decía Salvatierra, pero en boca de éste les conmovía como una música vibrante de pasión. El viejo Zarandilla no temió romper este ambiente de entusiasmo, interviniendo con su sentido práctico.

El corro más inmediato a él, donde estaba el de Trebujena, componíase de antiguos camaradas, trabajadores mal famados en los cortijos, algunos de los cuales tuteaban a don Fernando siguiendo la práctica usual entre los campañeros de la idea.

Manolo el de Trebujena había sacado del serón de su asno un tonelillo de aguardiente y servía copas en el centro de un corro. Acudían a él, con avidez de enfermos, los viejos gañanes de cara apergaminada y barbas recias, brillando en sus ojos el consuelo del alcohol.

Sólo mostraban alguna vehemencia al apreciar el valor con que habían muerto, el gesto que les acompañó al patíbulo. Juanón y el de Trebujena habían marchado al palo como lo que eran: como hombres incapaces de miedo ni de fanfarronadas. Los otros dos asesinos habían muerto como unos brutos.

El primero en aproximarse al improvisado caudillo, fue Paco el de Trebujena, el bracero rebelde, despedido de todos los cortijos, que andaba por el campo con su borriquillo vendiendo aguardiente y papeles revolucionarios. Yo voy contigo, Juanón, ya que el compañero Fernando nos espera.

¡Salud, compañeros! dijo el de Trebujena al pasar ante la puerta del cortijo, arreando su borriquillo. Qué tiempo para los probes, ¿eh, Zarandilla?... Entonces fue cuando Rafael reconoció al acompañante de Manolo, viendo su rostro exangüe de asceta, su barba rala y los ojos dulces y mortecinos tras unas gafas azuladas. ¡Don Fernando! exclamó con asombro. ¡Pero si es don Fernando!...

El arreador era el único que tenía una silla en la gañanía: los demás, hombres y mujeres, sentábanse en el suelo. Junto a él estaban en cuclillas Manolo el de Trebujena con varios amigos, metiendo sus cucharas en un tornillo de gazpacho caliente. La niebla fue disipándose ante los ojos de Salvatierra, habituados ya a esta atmósfera asfixiante.