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El colorido de los semblantes, el de las ropas y el de la decoración se armonizaba y fundía en un tono general de madera y tierra, tono a la vez crudo y apagado, combinación del castaño mate de la hoja, del amarillo sucio de la vena, del dudoso matiz de los serones de esparto, de la problemática blancura de las enyesadas paredes, y de los tintes sordos, mortecinos al par que discordantes, de los pañuelos de cotonía, las sayas de percal, los casacos de paño, los mantones de lana y los paraguas de algodón.

Salabert triunfaba. El granuja del mercadal de Valencia traía los reyes a su casa. Sus ojos saltones, mortecinos, de hombre vicioso, brillaban con el fuego del triunfo. La explosión de la vanidad hacía volar en pedazos las inquietudes sórdidas que aquel baile le había causado, la lucha a muerte que había sostenido con su avaricia.

Rosario se animó con la conversación; parecía rejuvenecerse junto á esta amiga de la niñez. Sus ojos, antes mortecinos, chispearon al recordar el pasado. ¿Y su barraca? ¿Y las tierras? Seguían abandonadas, ¿verdad?... Esto le gustaba: ¡que reventasen, que se hiciesen la santísima los hijos del pillo don Salvador!... Era lo único que podía consolarla.

Para destruir el delito es absolutamente indispensable destruir los gérmenes. Pero ¿qué culpa tienen esos pobres niños? exclamó cada vez más estupefacto el hombre. ¿Qué culpa tienen esos pobres niños de que su padre sea un bandido? Una sonrisa de lástima contrajo los labios e hizo brillar un momento los ojos mortecinos de Sánchez. ¿Culpa? Esa palabra es un absurdo científico.

Cada vez que llegaba yo a la puerta de la solana, miraba maquinalmente por uno de sus cuarterones, y veía cómo iban espesando los copos y se amontonaban los que el aire depositaba sobre la baranda del balcón, hasta que en una de mis vueltas noté que se formaban grandes remolinos sobre el huerto; que los copos crecían de volumen, y, por último, que empezaba a «trapear» con tal pujanza, que en un instante emblanqueció la poca tierra que se veía desde allí, y se apagaron los mortecinos destellos de la luz del sol que llevaban dos horas de luchar inútilmente con la espesura del nublado.

Pues con su melenita de cocas y su barba pringosa y retinta, el rostro de Frasquito Ponte era de los que llaman aniñados, por no qué expresión de ingenuidad y confianza que veríais en su nariz chica, y en sus ojos que fueron vivaces y ya eran mortecinos.

En el extremo de la plaza aparecieron las banderolas con las rojas barras de Aragón, y sonaron dulzainas pausada y majestuosamente, tañendo las melancólicas danzas del tiempo de los moriscos. Detrás iban los enanos, con sus enormes cabezas de cartón, que miraban a los balcones con los ojos mortecinos y sin brillo.

¡Salud, compañeros! dijo el de Trebujena al pasar ante la puerta del cortijo, arreando su borriquillo. Qué tiempo para los probes, ¿eh, Zarandilla?... Entonces fue cuando Rafael reconoció al acompañante de Manolo, viendo su rostro exangüe de asceta, su barba rala y los ojos dulces y mortecinos tras unas gafas azuladas. ¡Don Fernando! exclamó con asombro. ¡Pero si es don Fernando!...

Las calles están solitarias; de algunas tiendas, acá y allá, se escapan resplandores mortecinos. Las puertas aparecen cerradas. Se oyen de cuando en cuando los golpes de los aldabones. Una puerta se abre, torna a cerrarse. Este es un casino amplio, nuevo, cómodo. Está rodeado de un jardín; el edificio consta de dos pisos, con balcones de piedra torneada.

De la sombra surgieron poco á poco los oros mortecinos de los retablos, y dos masas de colores, dos haces de banderas, las de los países aliados, que adornaban el altar mayor. Creyó que Alicia acababa de huir por una salida ignorada al ver solas á las dos implorantes en su silenciosa inmovilidad. Pero de una puerta lateral salió ella, seguida de un acólito que llevaba dos cirios.