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Actualizado: 24 de mayo de 2025
Juanón y otros compañeros envolvieron el cadáver en una sábano, levantándolo de su lecho de harapos. Aún pesaba menos que en el momento de la muerte. Era, según decían aquellos hombres, una pluma, una arista de paja. Parecía que con la vida se hubiese evaporado toda la materia, no dejando más que lo envoltura, que apenas si marcaba un ligerísimo bulto en el lienzo arrollado.
La presencia de Juanón les imponía respeto. Además, por el fondo de la calleja avanzaba otro joven. Aquel no sería de la idea; algún retoño de burgués, que se retiraba a su casa. Mientras Montenegro agradecía a Juanón su oportuna presencia, que le salvaba de la muerte, verificábase un poco más allá el encuentro de los braceros con el transeúnte. Las manos, burgués; enséñanos las manos.
Sólo quedaban al lado de Juanón los que eran de la sierra y marchaban a tientas por las calles, asombrados de ir de un lado a otro, sin ver a nadie, como si la ciudad estuviese deshabitada. Ni Salvatierra está en Jerez, ni sabe nada de esto dijo el Maestrico a Juanón. Me paece que nos la han dao. Lo mismo creo contestó el atleta. ¿Y qué vamos a jacer?
Tampoco los tiene Salvatierra, ¡y para que seáis más revolucionarios que él!... El nombre de Salvatierra pareció detener en lo alto las pesadas cuchillas. Dejad al muchacho dijo a espaldas de ellos la voz de Juanón. Yo le conozco y respondo de él. Es el amigo del compañero Fernando; es de la idea. Aquellos bárbaros abandonaron a Fermín Montenegro con cierta pena, viendo malogrado su placer.
Pero los hermanos eran duros de oreja, y seguían tirando. De pronto se inició en la turba el pavor de la fuga. Corrieron todos cuesta abajo, cobardes y valientes, empujándose unos a otros, atropellándose, como si les azotasen las espaldas aquellos disparos que seguían conmoviendo la plaza desierta. Juanón y los más enérgicos, contuvieron al doblar una esquina el torrente de hombres.
Un aullido espeluznante, al mismo tiempo que estallaba algo como una olla rota, y el joven caía de espaldas en el suelo. Juanón y Fermín, estremecidos de horror, corrieron hacia el grupo, viendo en el centro de él al muchacho, con la cabeza en un charco negro que crecía y crecía, y las piernas estirándose y contrayéndose con el estertor agónico.
Juanón y su camarada el de Trebujena esperaban resignados el último suplicio. No querían vivir, les daba asco la vida después de las amargas decepciones de la noche famosa.
Comenzaba a anochecer. Los jornaleros, cansados de la espera, se movían, prorrumpiendo en protestas. ¡A ver! ¿quién mandaba allí? ¿Iban a permanecer toda la noche en Caulina? ¿Dónde estaba Salvatierra? ¡Que se presentase!... Sin él no iban a ninguna parte. La impaciencia y el descontento hicieron surgir un jefe. Se oyó la voz de trueno de Juanón sobre los gritos de la gente.
Encontraron, por fin, al Madrileño, y Juanón lo abordó para saber qué hacían allí. El forastero se expresaba con gran verbosidad, pero sin decir nada. Nos hemos reunido para la revolución, eso es: para la revolución social.
Y los grupos comenzaron a desfilar en dirección opuesto a la ciudad; a perderse en la penumbra, sin querer oír los insultos de Juanón y los más exaltados. Estos, temiendo que la inmovilidad facilitase las deserciones, dieron la orden de marcha. ¡A Jerez! ¡A Jerez!... Emprendieron el camino.
Palabra del Dia
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