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¡Oh Padre de los Maestros! dijo . Mañana tendré el honor de entregarle una traducción hecha en nuestro idioma de los versos que he encontrado en el cuaderno de bolsillo del Gentleman-Montaña. Sería deplorable que los altos señores del Consejo decidiesen su muerte.

¿Y quién le enseñó a trabajar, mi sargento? ¿Porque usted no habrá aprendido solo, supongo? ¡No!... ¡Qué esperanza!... ¡A me trajeron expresamente un maestro de Inglaterra, uno de esos tigres que conocen por la cabeza a los ladrones y a los asesinos!... ¡Mis maestros, amigo, son los que deben tener ustedes..., si quieren servir para algo: los ojos, los oídos y las piernas!

Vio que el mundo mejoraba con el tiempo, que el mal disminuía, y que sus antiguos maestros le habían pintado como perdurablemente malo lo que es eternamente perfectible.

Lo único que me extraña es ver en la mayor parte da estos versos algo así como una decepción amorosa, una melancolía de pasión sin esperanza. ¡Quién hubiese creído que el respetable Padre de los Maestros fuera capaz de tan frívolos sentimientos!... El profesor sonrió levemente. Ha acertado usted, gentleman.

Pero, si Martín no abría los libros, abría y registraba las conciencias; conocía a sus maestros a fondo, y a don Josef como a su faltriquera. Había descubierto que la condición predominante del carácter de don Josef, era la avaricia, y ponía en juego todos aquellos medios que pudiesen darle por resultado la explotación de este defecto.

En cambio, no hay quien pinte bien las carnes. Los grandes maestros, como Rembrandt, Franz-Hals, Velázquez, Tiziano, por el contrario, eran sobrios en las ropas y demás accesorios, y con centraban su atención y sus facultades en aquéllas.

Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas.

Ramiro hubiera querido también expresar su parecer. Estaba convencido de que a la mayor parte de aquellos señores se le alcanzaba muy poco del arte de la pintura. Sin embargo, todos manifestaban el mismo delirio y exaltaban a los grandes maestros como no lo hicieran con los héroes y los santos.

No todo se puede hacer de una vez, interrumpió secamente S. E.; los maestros de aquí hacen mal en pedir edificios cuando los de la Península se mueren de hambre. ¡Mucha presuncion es querer estar mejor que en la misma Madre Patria! Filibusterismo...

Finalmente, «Sebastián Roch», es el fracaso de la educación, el infortunio incurable del niño, cuya alma inteligente y dulce corrompieron maestros infames. Es un libro terrible, pesimista y amargo, donde aparece, como en los cuadros de Greco, un fondo de hollín poblado de figuras lívidas.