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¡Ené! ¡Han matado al Maestrico! ¡Vamos á verlo! Y seguían corriendo hacia el gentío, en el cual se destacaban los negros uniformes y las boinas con chapa de una pareja de miñones. Algunos muchachuelos, pinches de las minas, llegaban atraídos por el suceso, llevando en cada mano un cartucho de dinamita para los barrenos.

Más adelante, cuando recogiesen las cosechas, prendería fuego a los pajares, incendiaría los cortijos, envenenaría los ganados de las dehesas. Los que estaban en la cárcel, esperando el momento del suplicio, Juanón, el Maestrico y los otros desgraciados que morirían en garrote, iban a tener un vengador.

Sólo quedaban al lado de Juanón los que eran de la sierra y marchaban a tientas por las calles, asombrados de ir de un lado a otro, sin ver a nadie, como si la ciudad estuviese deshabitada. Ni Salvatierra está en Jerez, ni sabe nada de esto dijo el Maestrico a Juanón. Me paece que nos la han dao. Lo mismo creo contestó el atleta. ¿Y qué vamos a jacer?

El Maestrico se había enamorado de la Charanga con la pasión reconcentrada y silenciosa de un hombre de cuarenta años. Los padres le querían, alabando sus costumbres sobrias, su actividad para ganarse la vida; y la muchacha, en su diferencia de bestia alegre, decía que á todo, continuando sus relaciones con el matoncillo. Iban á casarse en aquella misma semana.

Eran unos mil; los obreros de la ciudad, y los hombres-fieras, que habían ido a la reunión oliendo sangre y no podían retirarse, como si les empujase un instinto superior a su voluntad. Al lado de Juanón, entre los más animosos, marchaba el Maestrico, aquel muchacho que pasaba las noches en la gañanía, enseñándose a leer y escribir. Creo que vamos mal decía a su vigoroso compañero.

Y el recuerdo del pobre Maestrico casi les dos reales; sino dos reales y medio, y atribuían este aumento a su sumisión y disciplina. «Siendo buenos, sacaréis más que a las malas», les habían dicho. Y ellos lo repetían, pensando con desprecio en los malvados alborotadores que intentaban arrastrarlos a la rebeldía.

Apenas güerve del trabajo, ya está pluma en mano jaciendo palotes. Salvatierra se aproximó al Maestrico, y éste volvió la cabeza para mirarle, suspendiendo un instante su tarea. Expresábase con cierta amargura al explicar su deseo de instruirse, quitando horas a su sueño y su descanso.

Pero al verles pasar de largo, mostraron cierta ironía en sus ojos, recobrando la confianza en la superioridad de su casta. ¡Viva la Revolución Social! gritó el Maestrico, como si le doliese pasar silencioso ante el nido de los ricos. Los curiosos desaparecieron, pero al ocultarse reían, causándoles la aclamación gran regocijo. ¡Mientras se contentasen con gritar!...

El Maestrico seguía afirmando sus convicciones con una fe, que iluminaba sus ojos cándidos. ¡Ay! ¡Si los pobres supieran lo que saben los ricos!... Estos son fuertes y gobiernan, porque la sabiduría está a su servicio. Todos los descubrimientos e invenciones de la ciencia caen en sus manos, son para ellos, llegando apenas los residuos a los de abajo.

Además, tengo mis contratos con el dueño de la mina... Vaya, adiós: le dejo para que se burle de á sus anchas. Iba ya á arrear la burra, cuando se detuvo para hacer una pregunta. ¿Dicen que han matado al Maestrico?... Vaya un caso. Era un buen muchacho, serio y ahorrador. Este es el mundo... ¡A la tarde entierro! ¡Arre burra!