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No les quedaba otra cosa que los fardos que estaban en el suelo, la ropa usada, las herramientas: lo único que les habían permitido sacar de su casa. Y las palabras eran entrecortadas por los sollozos, y volvían á abrazarse el padre y las hijas, y Pepeta, la dueña de la barraca, y otras mujeres lloraban y repetían las maldiciones contra el viejo avaro, hasta que Pimentó intervino oportunamente.

Estas conversaciones se repetían todos los días; el objeto de la murmuración variaba poco, los comentarios menos y las frases de efecto nada. Casi podía anunciarse lo que cada cual iba a decir y cuándo lo diría. Don Álvaro notó que su presencia había hecho cesar alguna conversación. Estaba acostumbrado a ello.

Hacia mediodía, cuando un hermoso sol de invierno blanqueaba la nieve y fundía la escarcha de los cristales, y cuando el arrogante gallo rojo, sacando la cabeza del gallinero y moviendo las alas, lanzaba su grito triunfal, que repetían los ecos del Valtin, de repente el perro de la puerta, el viejo Johan, que estaba completamente mellado y casi ciego, prorrumpió en aullidos tan alegres y al mismo tiempo tan lastimeros, que todo el mundo prestó atención.

Estas viviendas se repetían en todos los puertos del Mediterráneo, como si fuesen obra de la misma mano. Ferragut las había visto de niño en el Grao de Valencia, y todavía las encontraba en la Barceloneta, en los suburbios de Marsella, en la Niza vieja, en los puertos de las islas occidentales, en las marinas de la costa africana ocupadas por malteses y sicilianos.

Un enternecimiento delicioso íbase apoderando de las cantantes a medida que las dejaban escapar de sus gargantas. Cada vez las repetían con más cariño, con más unción, exhalando en ellas aquel fondo de romanticismo que palpitaba eternamente en sus corazones, transmitiéndose de madres a hijas en la pintoresca villa del Cantábrico.

El éxito más noble de Virginia Déjazet, el más personal, aquel que por solo hubiese bastado á perfumar, con un suave aroma de rosas viejas, toda su vida, se lo proporcionó «La Lisette de Béranger», canción de amor, canción sagrada, que todas las bocas jóvenes de París repetían de memoria.

Su fama llegó hasta el Ministerio de Estado. «¡Lástima de chico! ¡La maldita literatura! ¡Si el grande hombre levantase la cabeza!» Y todos, jefes de sección, ministros de diversas categorías, secretarios y hasta agregados, repetían lo mismo: «Tiene talento, es un original; pero le falta el pliegue». El tal pliegue significaba su falta de adaptación a «la carrera», su rebeldía a moldearse en las tradiciones y frivolidades de la vida diplomática... ¡Para lo que valía la dichosa carrera!

Todos sabían que aquella noche, era noche de motín; pero creían que sería uno de tantos, y que con las precauciones tomadas por la autoridad militar, no pasaría de ser una manifestación con algunos tiros, dos ó tres heridos y regular número de presos. Aguardaron un momento á ver si se repetían, y, efectivamente, se repitieron con más fuerza. No hay más remedio que bajar á ver quién es.

Y había gentes que se sabían de memoria el primer discurso que dijo en Cayo Hueso; y no había reunión política en que alguien no se encargara de recitarlos, como la obertura obligada de la función de que se trataba; y las palabras de él, lo que había dicho, lo que había indicado en las conversaciones particulares, el consuelo que había prodigado a los infelices, a los desvalidos, a los tristes se repetían diariamente; y no vivía uno en aquel lugar y en aquella época sin ver su imagen por donde quiera, sin oír repetir sus palabras y sus ideas por todas partes; hasta el punto de que era difícil sustraerse a la ilusión de que estaba vivo; ¡ciertamente mucho más vivo entonces que cuando real y efectivamente vivía!

Pero ¿y los jefes? ¿Dónde estaban los jefes para marchar á la victoria?... Su pregunta la repetían muchos. El anonimato del régimen democrático y de la paz mantenía al país en una ignorancia completa acerca de sus futuros caudillos. Todos veían cómo se formaban hora por hora los ejércitos; muy pocos conocían á los generales.