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La tierra gris recién abierta por el arado, los caminos amarillentos, las arboledas obscuras, todo palpitaba con una ondulación incansable. El suelo parecía gritar; sus palabras eran las vibraciones de las inquietas banderas.

Llegado á los escalones que conducían al atrio saltó de su caballo, y apartando bruscamente á la sorprendida abadesa, dirigióse el doncel al punto donde se hallaba la novicia y extendiendo hacia ella sus brazos, exclamó con amoroso acento, en el que palpitaba profundísima emoción: ¡Constanza! ¡Roger!

Debajo del gorro blanco flotaban graciosos y abundantes rizos negros, una boca fresca y alegre sonreía, unos ojos muy grandes y habladores hacían gestos, unos brazos robustos y bien torneados, blancos y macizos, rematados por manos de muñeca, mostraban, levantándolo por encima del gorro, un pollo pelado, que palpitaba con las ansias de la muerte; del pico caían gotas de sangre.

Dejaba casi siempre la ciudad por la puerta de Antonio Vela, y simulando un andar ocioso y errante, bajaba por algún atajo de la cuesta del mediodía. En el reducido arrabal de Santiago había más tráfago y rumor que en la ciudad entera. La fecundidad de la raza palpitaba al aire y al sol. Los encalados zaguanes vomitaban hacinamientos de chiquillos casi desnudos, sobre la sucia calzada.

Discurría la gente por las aceras en animado movimiento; brillaban los cristales de los escaparates y los de los balcones; cruzaban los carruajes hacia el paseo estremeciendo el pavimento, y despidiendo de sus ruedas vivos y gratos reflejos; un piano mecánico alzaba sus sones en medio de la calle tocando el brindis de Lucrecia; una vendedora de violetas cruzaba con el cestillo en la mano, dejando tras si el ambiente perfumado; escuchábanse las risas de los niños que jugaban en el balcón de un entresuelo; veíase la linda cabecita rubia de una joven que desde otro balcón mucho más alto exploraba la calle, evitando los rayos del sol con la pantalla de su mano nacarada... Todo era grato y placentero; todo palpitaba, todo cantaba, todo resplandecía.

Tiempo hacía que palpitaba el odio entre unos y otros. En los caminos por la noche, en las esfoyazas y romerías se habían producido repetidos choques. Pero los mineros llevaron siempre la mejor parte porque empleaban las armas blancas y alguna vez también las de fuego, mientras se valían sólo de sus palos los montañeses.

Palpábase, buscando consuelo, con sus manos secas y hallaba la misma suavidad y frescura. Aquella carne no se había marchitado. Bajo ella palpitaba la juventud, circulaba una sangre ardiente, ávida de goces, devorada por la creciente necesidad de las embriagueces del amor.

Púsose entonces a canturriar, mirando hacia arriba, y mostrándose, al parecer, más dispuesta a rendir su mejilla y su boca allí mismo, que aquel loco espiritillo que palpitaba en su cabeza cual una guija de cascabel. Dicho estado venturoso no duró para Ramiro.

Cuando quería marcharse, besos prietos y tercos, en que la húmeda tersura de los labios palpitaba con deliciosa laxitud, queriendo sorberle el alma. Nada de grosería ni lujuria. Estos besos eran el maravilloso límite que separa lo físico de lo inmaterial. Las bocas se unían como si tuvieran vida propia, e independiente del resto del cuerpo.

El elogio a Mendizábal, la alusión al diezmo y la primicia, el horror a los fusilamientos de revolucionarios, el espíritu liberal que palpitaba en la conversación, le hicieron daño; pero aquello de explotar para una gracia la tercera persona de la Santísima Trinidad, puso el colmo a su indignación.