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No habían conocido a su madre, y Fermín ocupó para la pequeña el vacío que dejó al morir aquella mujer, cuyo rostro, bondadoso y triste, apenas si recordaban. ¿Cuántas veces, a la edad en que otros muchachos se duermen en un regazo tibio, había hecho de madre para ella, meciéndola muerto de sueño, sufriendo sus llantos y sus manotones? ¿Cuántas veces, en la época de miseria, cuando el padre no tenía trabajo, había sofocado su hambre para darla el mendrugo que le regalaban otros chicos, compañeros de sus juegos?... Cuando ella sufrió las enfermedades de la infancia, su hermano, que apenas pasaba la cabeza del borde de la cama, la había velado, había dormido con ella sin miedo a la infección.

Juana no hubiera sabido tanto de otras cosas, se hubiera podido asegurar que era una especialidad maravillosa para las frutas de sartén; de modo que en los días que preceden a la Semana Santa no daba paz a la mano ni a la mente, acudiendo a las casas de los hermanos mayores de las cofradías para hacer las esponjosas hojuelas, los gajorros y los exquisitos pestiños, que se deshacían en la boca y con los cuales se regalaban los apóstoles, los nazarenos, el santo rey David y todos los demás profetas y personajes gloriosos del Antiguo y del Nuevo Testamento que figuraban en las deliciosas procesiones que por allí se estilan.

Entre tanto los vencedores banqueteaban y se regalaban muy festivos con la provisión que habían hallado en los navíos, mas á costa de los vencidos todo; porque tomados del vino y brevajes que hacían, salían tan fuera de , que á manadas andaban discurriendo por todas partes, de popa á proa, tomando por entretenimiento y placer escarnecerlos á todos con mofas injuriosas, con visajes ridículos, y tratándolos tan infamemente, como si fuesen una vil canalla de turcos.

En Madrid no encontraba quien le diese pan, pero siempre volvía a casa con los bolsillos llenos de papeles. Los camaradas le ofrecían periódicos para que leyese sus artículos; los autores le regalaban libros con pomposas dedicatorias. «Al erudito y notable escritor Isidro Maltrana, su admirador...» ¡Le admiraban! ¿Por qué? Tal vez por su miseria.

Como lo cambiaba á menudo, las tierras plantadas de maíz y los prados que bordaban sus orillas nunca tenían seguro el día de mañana: tan presto regalaban la vista y el oído con sus maíces sonorosos y su verde césped, como molestaban y cansaban los pies con sus redondos ó puntiagudos guijarros.

Eran, por regla general, modestos empleados que por el módico precio de la taza de café se regalaban con sus familias toda la noche escuchando al piano y al violín todas las sinfonías y todos los nocturnos habidos y por haber, conversaban, leían los periódicos y se daban tono de personas pudientes.

Los parroquianos de Maxim gentes ricas que podían permitirse este lujo regalaban botellas de champaña á la muchedumbre para solemnizar el suceso. Sin saber cómo, se encontró hablando con un grupo de soldados americanos. Ella adoraba á los americanos.

Pero si era efectivamente de la Inclusa y los que tenía por padres no lo eran, ¿por qué la amaban más aún que á los dos niños? No, no podía ser. Todo era una calumnia. Las chicas del pueblo la envidiaban porque sus padres la regalaban y la vestían mejor que á ellas.

El chillido de la locomotora despertó la culpable conciencia de tres señoritas del Instituto Crammer que en aquel momento se regalaban en una calle vecina, en la dulcería de doña Brígida, comiendo pasteles.

El Guadalquivir te traía aun en alas de sus ligeros buques los frutos de la feraz Sevilla; las opulentas regiones del Tarteso te regalaban aun el oro de sus fecundas minas. Una nacion entera estaba humillada á tus plantas y obedecia al menor de tus caprichos. Oía tu grito de guerra, y se lanzaba como un leon á la pelea; ordenabas la paz, y volvia al cinto su formidable espada.