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Pero las excursiones que prefería Nieves eran las que hacía a pie con su padre, Leto y don Claudio, muy de mañana o a la caída de la tarde, trepando de breña en breña, de altura en altura, para admirar nuevos panoramas o descubrir más vastos horizontes; o descendiendo a las hondas y sombrías cañadas para acopiar el musgo aterciopelado y el finísimo helecho que andaban allí tirados por los suelos, y no había modo de que los produjera el de su tierra natal, con ser la «de María Santísima». Mucho le gustaban también estas expediciones a don Alejandro, pero no podía siempre con ellas; y en tales casos iba sola Nieves con sus amigos, que no se cansaban nunca y eran bien de fiar.

Los padrinos, con los brazos inactivos, pero con los pulmones cruelmente dilatados por la angustia, se cansaban más aún que el barrenador. Los dos esperaban con las barras levantadas por encima de la cabeza. Dieron la señal los directores de la apuesta y en la plaza estalló una aclamación semejante á la que acoge la partida de los caballos en una carrera. Después se hizo el silencio.

Mejor fuera manejar la azada o el pico que abrir y cerrar sin tregua las tenazas abrasadoras, que además de quemar los dedos, la mano y el brazo, cansaban dolorosamente los músculos del hombro y del cuello.

El tiempo corría, y en la tienda se cansaban de fiarles; se veían perdidas, ¿cómo salir del apuro? ¡A los angelitos no era cosa de darles a comer las piedras de la calle!

Los gritos no obstante de perro judío y de marrano, que los más desaliñados y maleantes no se cansaban de repetir, sobreexcitaron las malas pasiones. Todavía quedaba alrededor del denostado, un claro o vacío no pequeño; pero el círculo se iba estrechando, y era de temer, era casi seguro, que pronto las ofensas de palabra iban a convertirse en rudas ofensas de hecho.

Ni ella se hartaba de preguntarlas, ni sus amigas se cansaban de responderla; pues si era muy grande la curiosidad de la una, mayor era el apego de las otras al papel de profesoras. ¡Con qué gravedad tan cómica le desempeñaban algunas veces, y qué mezclados solían andar en sus dictámenes el candor y la malicia!

No se cansaban nunca de tributar el homenaje de su agradecimiento á los poetas, que ya les ofrecían las poderosas creaciones de su imaginación, ya deleitaban su espíritu con gratos ensueños, ya los llevaban á las regiones etéreas en alas de su devoción, ya, por último, se solazaban con ellos con chistes y agudezas.

Ambos eran felices presentándose mutuamente como almas incomprensibles o por lo menos no comprendidas del vulgo, y no se cansaban de exhibir con deleite toda una muchedumbre de ideas y sentimientos imaginarios.

Y a ratos, cuando sus manos se cansaban de acariciar las manos, los cabellos, las ropas de la muerta, se las llevaba al cuello con ademán violento, cual si quisiera estrangularse: entonces los criados, todas las personas que habían acudido, trataban de consolarle, de arrancarle a ese espectáculo cruel; pero él, con ímpetu salvaje, rechazaba a todos lejos de , extendía los brazos, se paraba, y después de recorrer con paso inseguro, cual si estuviera ebrio, el cuarto mortuorio, volvía a desplomarse junto al cadáver.

Como lo cambiaba á menudo, las tierras plantadas de maíz y los prados que bordaban sus orillas nunca tenían seguro el día de mañana: tan presto regalaban la vista y el oído con sus maíces sonorosos y su verde césped, como molestaban y cansaban los pies con sus redondos ó puntiagudos guijarros.