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Y describía, con la gravedad que tiene para el campesino la vida y el cruce de los animales, la ansiedad de los payeses cuando iban a los Cubells, agrupándose curiosos en torno del jaulón donde estaban bajo la vigilancia del fraile el gallo y la gaviota. Años duró el trabajo de aquel buen señor, y ¡ni una cría!... Contra lo imposible nada pueden los hombres.

¡El gabinet del güelo, pare! imploraba el muchacho . ¡El gabinet del güelo! Por obtener el cuchillo del abuelo sería cura, y hasta si era preciso viviría solitario, de la limosna de las gentes, como los ermitaños que estaban a orillas del mar en el santuario de los Cubells. Al recordar el arma venerable, brillaban sus ojos con fulgores de admiración y se la describía a Febrer. ¡Una joya!

Más allá sólo había ido, según el tío Ventolera, cierto fraile desterrado por el gobierno como agitador carlista, que había construido en la costa de Ibiza la ermita de los Cubells. Era un hombre duro y atrevido continuó el viejo . Dicen que puso una cruz en lo más alto, pero hace tiempo que se la llevaron los malos vientos.

Su mujer y Margalida habían ido otra vez a la ermita de los Cubells: el muchacho las acompañaba. Comió Febrer con buen apetito, por haber pasado la mañana en el mar desde que rompió el día; pero el aire grave del payés acabó por preocuparle. Pep: quieres decirme algo y no te atreves dijo Jaime en dialecto ibicenco. Así es, señor.

Cerca de la cabana de un carbonero vio Jaime a dos mujeres que marchaban apresuradas por entre los pinos. Eran Margalida y su madre. Venían de los Cubells, ermita situada en una altura de la costa, junto a una fuente que fecunda los abruptos peñones, haciendo crecer el naranjo y la palmera al abrigo de las rocas.

Me recuerda todo esto a cierto fraile que vivía solitario en los Cubells, hombre sabio, y por ser sabio, medio loco, que se empeñó en sacar crías de un gallo y una gaviota: una gaviota del tamaño de un ganso.

Venían de hacer una promesa a la Virgen de los Cubells y habían dejado en su altar dos velas rizadas traídas de la ciudad. Mientras Margalida iba hablando con voz triste de las dolencias de la vieja, el egoísmo de una juventud robusta coloreaba sus mejillas y sus ojos delataban cierta impaciencia. Aquel día era de festeig.