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Era la alegría de la paz después de mil años de guerra y de piratería con los pueblos infieles del Mediterráneo: la regocijada conmemoración de la victoria conseguida por los payeses de Sóller sobre una flota de corsarios turcos en el siglo xvi.

Las plantas salvajes crecían entre los peñascos coronados de flores; los árboles tenían los troncos vestidos de serpenteante verdura; las pobres casas de los payeses ocultaban su miseria ruinosa bajo sábanas de rosales trepadores.

En los primeros días de su estancia en la torre, como las necesidades de la instalación le obligaban a ir a la ciudad, conservó su traje; pero poco a poco prescindió de la corbata, del cuello de camisa, de las botas. La caza le hizo preferir la blusa y el pantalón de pana de los payeses. La pesca le aficionó a marchar con los pies desnudos dentro de unas alpargatas por playas y peñascos.

Al entrar en el Borne atrajo su atención la inmovilidad de varios paseantes que bajo la sombra de los copudos árboles contemplaban a unos campesinos detenidos ante el escaparate de una tienda. Febrer reconoció sus trajes, distintos de los usados por los payeses de la isla. Eran ibicencos... ¡Ah, Ibiza! El nombre de esta isla evocaba el recuerdo de un año remoto de su adolescencia pasado allá.

También podía ser que se hubiera marchado lejos, con la vieja, y no volviese hasta bien entrada la noche. Debía partir. Y con la escopeta en la mano, para ser el primero en disparar si encontraba al enemigo, emprendió el regreso al valle. Otra vez volvió a encontrar en el camino payeses y muchachas que le miraron con tenaz curiosidad, contestando apenas a su saludo.

Debía ser el médico de San José, al que había encontrado en muchas ocasiones a caballo o guiando un carrito; un practicón viejo, calzando alpargatas como los payeses, y que sólo se diferenciaba de éstos por la corbata y el cuello planchado, signos de superioridad social mantenidos por él cuidadosamente.

Ni siquiera excitaron sus pasos el ladrido del perro que estaba siempre bajo el porche. El vigilante animal había ido también a la fiesta con la familia. «Están todos en el baile pensó Febrer . ¿Si yo fuese al pueblo?...» Dudó largo rato. ¿Qué podía hacer allá?... Repugnábanle estas diversiones, en las que su presencia de forastero parecía despertar cierta molestia entre los payeses.

Cuando, despreciando sus antiguos prejuicios, intentaba aproximarse a una mujer, esta mujer replegábase misteriosa y asustada de tal aproximación. Era una obra de loco la suya: la conjunción del gallo y la gaviota soñada por un fraile extravagante y que tanto hacía reír a los payeses.

Y el marino reía hablando de los pobres payeses del campo, que hasta pocos años antes afirmaban de buena fe que los chuetas estaban cubiertos de grasa y tenían rabo, aprovechando la ocasión de encontrar solo a un niño de «la calle» para desnudarlo y convencerse de si era cierto lo del apéndice caudal.

Y describía, con la gravedad que tiene para el campesino la vida y el cruce de los animales, la ansiedad de los payeses cuando iban a los Cubells, agrupándose curiosos en torno del jaulón donde estaban bajo la vigilancia del fraile el gallo y la gaviota. Años duró el trabajo de aquel buen señor, y ¡ni una cría!... Contra lo imposible nada pueden los hombres.