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Finalmente, salimos al camino que vosotros tendríais que seguir para llegar á Yuste, esto es, al que desde el pobre Quacos sube al Monasterio..... Ó, por mejor decir, nosotros ya estábamos casi en el Monasterio mismo.... Una enorme cruz de piedra y una alta cerca ó tapia de cenicientos peñones nos decía que allí principiaba la sagrada jurisdicción de Yuste.

Vuelvo al través de solitarias breñas A los lejanos valles, de en su cuna De umbrosos bosques y encumbradas peñas El lago del desierto reverbera, Adormecido, nítido, sereno, Sus montañas pintando la ribera Y el lujo de los cielos en su seno. ¡Oh! y éstas son tus mágicas regiones Donde la humana voz jamás se escucha, Laberintos de selvas y peñones En que tu rayo con las sombras lucha.

Cerca de la cabana de un carbonero vio Jaime a dos mujeres que marchaban apresuradas por entre los pinos. Eran Margalida y su madre. Venían de los Cubells, ermita situada en una altura de la costa, junto a una fuente que fecunda los abruptos peñones, haciendo crecer el naranjo y la palmera al abrigo de las rocas.

Lo gracioso para Miguel era que Lewis también figuraba entre los maestros que «sabían jugar», y todos ellos perdían, lo mismo que los ignorantes. Su único mérito estribaba en ir retardando el momento de la ruina final, en prolongar la anonadadora emoción, envejeciendo como prisioneros á la sombra de los peñones del principado.

Los freos eran hervideros de olas, los peñones se cubrían de espuma, los rudos hombres de mar retrocedían vencidos, los barcos se refugiaban en los puertos, el paso se cerraba para todos, las islas quedaban apartadas del resto del mundo... Pero esto nada significaba para la marinera invencible de cráneo pelado, para la caminante de piernas de hueso, que podía correr con gigantescos saltos por encima de montañas y mares.

Era el cuchillo que le había regalado Jaime el día antes. Como estaba de buen humor, había hecho arrodillarse al Capellanet. Luego, con burlona gravedad, le había golpeado con el arma, proclamándolo caballero invencible del cuartón de San José, de toda la isla y de los freos y peñones adyacentes.

Allí había estado reflexionando una noche de tormenta, la misma en que se presentó como cortejante en casa de Margalida. La tarde era serena, el mar tenía un intenso color de extraordinaria y profunda transparencia. Los fondos de arena reflejábanse como manchas lácteas; los peñones submarinos y sus obscuras vegetaciones parecían temblar con un rebullicio de vida misteriosa.