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Su mujer y Margalida habían ido otra vez a la ermita de los Cubells: el muchacho las acompañaba. Comió Febrer con buen apetito, por haber pasado la mañana en el mar desde que rompió el día; pero el aire grave del payés acabó por preocuparle. Pep: quieres decirme algo y no te atreves dijo Jaime en dialecto ibicenco. Así es, señor.

Cuando Febrer estuvo en la cumbre vio al músico sentado en una piedra detrás de la torre y contemplando el mar. Era un atlot al que había encontrado algunas veces en Can Mallorquí, la casa de su antiguo arrendatario Pep. Tenía apoyado en un muslo el tamboril ibicenco, pequeño tambor pintado de azul con flores y ramajes dorados.

Llevaba adornado el rostro con estrechas patillas y de sus orejas pendían unos aretes de cobre. Jaime, al conocerle, había sentido curiosidad por estos adornos. De chico fui grumete en una goleta inglesa dijo Ventolera en su dialecto ibicenco, cantando las palabras con vocecita dulce . El patrón era un maltés muy arrogante, con patillas y pendientes.

¡El capitán Antonio Riquer!... Un héroe de la isla de Ibiza, un marino tan grande como Barceló... Pero como Barceló era mallorquín y el otro ibicenco, todos los honores y los grados habían sido para aquél. Si hubiese justicia, debía tragarse el mar a la isla orgullosa, madrastra de Ibiza. De pronto, el viejo recordaba que Febrer era mallorquín, y permanecía en confuso silencio por unos instantes.

Pero esta virgen mostraba cierto bulto inquietante en el ruedo de su faja roja. Indudablemente era un cuchillo o un pistolete de los que fabrican los herreros de la isla; el compañero inseparable de todo atlot ibicenco.

Conocía sus deberes. El ibicenco ha nacido para trabajar, vivir... y ser registrado. ¡Nobles inconvenientes de ser valeroso y que le tengan a uno cierto miedo!... Y cada atlot, viendo en el registro un testimonio de su mérito, levantaba los brazos y avanzaba el vientre, prestándose satisfecho al manoseo de los guardias, mientras miraba orgulloso hacia el grupo de las muchachas.

Los atlots despreciados se retiraban, cuando no sentían gran interés por la muchacha, trasladando sus amores algunas leguas más allá; pero si estaban realmente enamorados, seguían acechando la casa, y el preferido tenía que pelearse con sus antiguos rivales, llegando milagrosamente al casamiento a través de cuchillos y pistolas. La pistola era como una segunda lengua del ibicenco.

El padre sonrió, orgulloso y turbado por estos elogios. «¡Saluda, atlota! ¿Cómo se dice?...» La hablaba como si fuese una niña, y ella, con los ojos bajos, el rostro coloreado por una llamarada de sangre, cogiendo con la diestra una punta de su delantal, murmuró trémula algunas palabras en ibicenco: «No; no soy guapa. Servidora de vuestra mercé...»

Junto con estos rumores llegó a oídos de Jaime un débil tamborileo y una voz de hombre que entonaba un romance ibicenco.