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Actualizado: 21 de mayo de 2025


Su acento sincero y apasionado no dejó dudas al payés. ¡Luego es verdad! exclamó . Algo de eso me había dicho la atlota llorando cuando yo le pregunté el motivo de la visita del señor... Yo no la creí al principio. ¡Las muchachas son tan pretenciosas! Se imaginan que todos los hombres andan locos tras ellas... ¿Conque es verdad?...

El más atrevido del grupo se encaró con Pep. Querían hablar del festeig con Margalida; recordaban al padre su promesa de autorizar el cortejo de la muchacha. El payés miró el grupo detenidamente, como si contase su número. ¿Cuántos sois?... Sonrió el que llevaba la voz. Eran muchos más. Representaban a otros atlots que se habían quedado en el corro escuchando la canción.

Haga su santa voluntad, don Jaime; pero acuérdese de lo que le digo. Nos espera una desgracia, una gran desgracia. Salió el payés de la torre, y Jaime lo vio alejarse cuesta abajo, hacia su alquería, moviéndose al impulso de la brisa marítima las puntas de su pañuelo y el mantón mujeril que llevaba sobre los hombros. Desapareció Pep tras las bardas de Can Mallorquí.

Jamás sus compañeros habían visto a sus hijas tan cortejadas. ¿Sereu vint? preguntó. Los atlots tardaron en contestar, ocupados en cálculos mentales, murmurando nombres de amigos. ¿Veinte?... Más, muchos más. Podía contar con unos treinta. El payés extremó su falsa indignación. ¡Treinta! ¿Creían acaso que él no necesitaba descanso y que iba a pasar la noche en vela presenciando sus galanteos?...

Febrer dio por terminada la entrevista, ordenando a Pep y a los suyos que fuesen a su casa. El payés conocía de antiguo a madó Antonia, y la vieja tendría mucho gusto en verle. Comerían con ella lo que tuviese. Ya les vería al anochecer, cuando volviese de Valldemosa. «¡Adiós, Pep! ¡Adiós, atlots

Eran alaridos prolongados y salvajes que cortaban como un grito de guerra el silencio misterioso: «¡Auuú!...» Y mucho más lejos, debilitada por la distancia, contestaba otra fiera exclamación: «¡Auuú!...» El payés hacía callar a su perro. Nada tenían de extraño estos gritos.

Habría que avisar al alcalde; habría que decir todo esto a la Guardia civil. Febrer hizo un gesto negativo. No; era un asunto de hombres, que debía ventilar él mismo. Pep quedó con la vista fija en el señor, de un modo enigmático, como si en su pensamiento luchasen encontradas ideas. Hace usted bien dijo al poco rato el cachazudo payés. En la isla todos pensaban igual: lo antiguo era lo cierto.

El butifarra tuvo con aquel amigo una confianza que no hubiera osado con ningún otro... ¡Pero si estoy arruinado, querido Toni! ¡Si nada de lo que tengo en mi casa es ya mío! ¡Si los acreedores sólo me respetan por la esperanza de este matrimonio!... Toni siguió moviendo la cabeza negativamente. El rudo payés, el contrabandista burlador de las leyes, parecía estupefacto por la noticia.

Podía hacer Pep lo que gustase: él no había de volver jamás a aquel lugar olvidado de su juventud. Y como el payés pretendiese hablar de futuras remuneraciones, don Jaime le atajó con un gesto de gran señor. Luego miró a la muchacha. Muy guapa; parecía una señorita disfrazada; en la isla debían ir los atlots locos tras de ella.

El payés, con ese egoísmo rústico propenso a huir de la desgracia, hacíase el remolón, evitando el cumplimiento de sus obligaciones. Sabía que el mayorazgo ya no era el verdadero amo de Son Febrer, y muchas veces, al llegar a la ciudad con sus presentes, torcía el camino, yendo a depositarlos en las casas de los acreedores, temibles personajes a los que deseaba tener propicios.

Palabra del Dia

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