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Su sorpresa aún fué mayor al convencerse de que eran franceses, pues todos llevaban kepis. ¿De dónde salían?... Los volvió á examinar sin el auxilio de los gemelos, cerca ya de la barricada. Eran rezagados, en estado lamentable, que ofrecían una pintoresca variedad de uniformes: soldados de línea, zuavos, dragones sin caballo.

Lo mismo hizo el de Bélgica... Pero conocemos sus astucias y sabremos castigarlas. El pueblo iba á ser incendiado. Había que vengar los cuatro cadáveres alemanes que estaban tendidos en las afueras de Villeblanche, cerca de la barricada. El alcalde, el cura, los principales vecinos, todos fusilados. Visitaban en aquel momento el último piso.

Nada más extraño durante la noche que ver el espectáculo de esos grandes monstruos tendidos y reflejando luz por los rayos de la luna. Una mañana, todos los maderos bajados del monte, se han agrupado sobre la piedra del desfiladero, al lado de la barricada que contiene las aguas del lago, y sobre la cual cae el agua sobrante en débil cascada.

El estrépito de la descarga le había hecho correr hacia la barricada. Al enterarse de la aparición del grupo de rezagados elevó los brazos desesperadamente. Estaban locos. Su resistencia iba á ser fatal para el pueblo. Y siguió corriendo para rogarles que desistiesen de ella. Transcurrió mucho tiempo sin que se turbase la calma de la mañana.

Llegados a la plaza de Antón Martín pisamos terreno revolucionario: veíase una muchedumbre de paisanos trabajando con afán en levantar una formidable barricada; patrullas y grupos de hombres armados entraban y salían en la plaza por sus bocacalles; las casas estaban fortificadas.

Mareábamos al criado que trajo la noticia con un sin fin de preguntas: queríamos que nos informase de todos los pormenores, y el pobre sólo sabía por referencia que el profesor se hallaba hacia la calle de Toledo mandando una barricada.

Nadie tampoco en sus calles sembradas de botellas, de maderos chamuscados, de cascotes cubiertos de hollín. Los cadáveres habían desaparecido, pero un hedor nauseabundo de grasa descompuesta, de carne quemada, parecía agarrarse á las fosas nasales. Lo atravesó todo, hasta llegar al sitio ocupado por la barricada de los dragones. Aún estaban las carretas á un lado del camino.

Llegaron hasta la barricada, mirando continuamente atrás para vigilar, al amparo de los árboles, el lento avance de los hulanos. Al frente de ésta tropa heterogénea iba un oficial de gendarmería, viejo y obeso, con el revólver en la diestra, el bigote erizado por la emoción y un brillo homicida en los ojos azules velados por la pesadez de sus párpados.

Llegado á la salida de los altos desfiladeros, en una zona de temperatura más suave, el ventisquero no puede continuar en estado cristalino: se convierte en agua y suelta su carga de piedras. Todas éstas se desploman, formando caos inmenso, como una barricada en el valle; y en la extremidad de muchos ventisqueros se ven verdaderas montañas de piedras mal sostenidas en sus escarpas.

Nueva barricada de chiquillos les cortó el paso. Al verles, Jacinta y aun Guillermina, a pesar de su costumbre de ver cosas raras, quedáronse pasmadas, y hubiérales dado espanto lo que miraban, si las risas de ellos no disiparan toda impresión terrorífica.