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La torre era un torreón de guerra coronado todavía de almenas: su vieja campana había volteado en otro tiempo con la fiebre del rebato. Esta iglesia, en la que los payeses del cuartón entraban a la vida con el bautismo y salían de ella con la misa de difuntos, había sido durante siglos el refugio de sus pavores, la fortaleza de sus resistencias.

Las muchachas del cuartón iban a burlarse de Margalida, regocijadas por este pretendiente extraño que rompía el orden de las costumbres. Los maliciosos tal vez iban a calumniar a Can Mallorquí, que tenía un pasado de honradez como la mejor familia de la isla.

Llegaban las familias retrasadas, pasando ante Febrer con una mirada de curiosidad y un leve saludo. Todos le conocían en el cuartón. Estas buenas gentes, al verle en el campo podían abrirle la puerta de su casa; pero su afabilidad no iba más allá, siendo incapaces de aproximarse a él por impulso propio. Era un forastero. Además, era un mallorquín.

La numerosa familia, que habitaba en distintos puntos del cuartón, habíase reunido, según costumbre, en la misa del domingo para recordar al muerto, y al verse estallaba su dolor con africana vehemencia, como si aún tuviesen ante sus ojos el cadáver.

Debían ser mozos del cuartón que escogían las inmediaciones de la torre del Pirata para encontrarse arma en mano. Aquello no iba con él; a la mañana siguiente se enteraría de lo ocurrido. Abrió otra vez el libro, intentando distraerse con la lectura; pero a las pocas líneas se levantó de un salto, arrojando sobre la mesa el volumen y la pipa. ¡Auuuú!

Por cuchillos el francés mercerías y Ruán, lleva aceite; el alemán trae lienzo, fustán, llantés; carga vino de Alanís; hierro trae el vizcaino el cuartón, el tiro, el pino, el indiano el ámbar gris, la perla, el oro, la plata, palo de campeche, cueros, toda esta arena es dineros. ¡Un mundo en cifras retrata!

Trabajo le daba a todos teniendo enfrente a un hombre como el Ferrer. Aunque su hermana se inclinase hacia otro, el agraciado tendría que vérselas luego con Pere, el bravo glorioso, quitándolo de en medio. Iban a verse cosas grandes. Del cortejo de Margalida se hablaba ya en todas las casas del cuartón; su fama acabaría por extenderse a toda la isla.

Era el cuchillo que le había regalado Jaime el día antes. Como estaba de buen humor, había hecho arrodillarse al Capellanet. Luego, con burlona gravedad, le había golpeado con el arma, proclamándolo caballero invencible del cuartón de San José, de toda la isla y de los freos y peñones adyacentes.

En Can Mallorquí habían pasado todos mala noche. Margalida lloraba; la madre se había lamentado incesantemente de lo ocurrido. ¡Señor! ¡qué pensarían de ellos las gentes del cuartón al saber que en su casa se pegaban los hombres como en una taberna! ¡Qué dirían las atlotas de su hija!... Pero a Margalida la preocupaba poco la opinión de sus amigas.

Las mujeres de Can Mallorquí le habían contado la noticia, y a aquellas horas circulaba por el cuartón, pero de oído en oído, como se debe hablar de estas cosas, sin que se enteren las gentes de la justicia, que sólo sirven para enredarlo todo. ¿Conque le habían buscado la noche anterior, aucándolo para que saliese de la torre?... ¡Ji, ji!