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Al circular, los visitantes tomaban una palidez lívida, como si marchasen por un desfiladero submarino. El agua tranquila de los estanques apenas era visible. Detrás de los vidrios sólo parecía existir una atmósfera maravillosa, un ambiente de sueño, en el que subían y bajaban flotantes seres de colores. Las burbujas de su respiración era lo único que delataba la presencia del líquido.

¡Cómo le pican! exclamaba el público con risa feroz. Cesaron de rugir y estallar las banderillas. Hervía el carbonizado pescuezo con burbujas de grasa. El toro, al no sentir la quemazón del fuego, quedó inmóvil, jadeante, con la cabeza humillada, sacando una lengua seca, de rojo obscuro. Otro banderillero se aproximó a él, clavando un segundo par.

El atún estaba bien agarrado y tiraba del sólido gancho, deteniendo la barca, haciéndola danzar locamente sobre las olas. El agua parecía hervir; subían a la superficie espumas y burbujas en turbio remolino, cual si en la profundidad se desarrollase una lucha de gigantes, y de pronto la barca, como agarrada por oculta mano, se acostó, invadiendo el agua hasta la mitad de la cubierta.

Todo lo veía de un color amarillento pálido; entre los objetos y ella, flotaban infinitos puntos y circulillos de aire, como burbujas a veces, como polvo y como telarañas muy sutiles otras: si dejaba los brazos tendidos sobre el embozo de su lecho y miraba las manos flacas, surcadas por haces de azul sobre fondo blanco mate, creía de repente que aquellos dedos no eran suyos, que el moverlos no dependía de su voluntad, y el decidirse a querer ocultar las manos, le costaba gran esfuerzo.

Si quedaban buñuelos de la víspera, los despachaba los primeros; al servir medias de aguardiente, cuando presumía que el gaznate del parroquiano estaba insensible, daba lo barato al precio de lo caro, y para los favorecedores constantes de la casa iba a buscar la pasta recién frita, humeante, en que aún no se habían bajado las burbujas del aceite hirviendo.

Su profundidad enorme empezaba en los mismos bordes. Un nadador podía arrojarse en estos charcos sin tocar el fondo. El agua era verdosa, agua muerta, agua de lluvia, con una costra de vegetación perforada por las burbujas respiratorias de los pequeños organismos que empezaban á vivir en sus entrañas.

A sus pies, en el atrio estrecho y corto, de resbaladizo pavimento de piedra, cerrado por verja de hierro tosco y fuerte, se agolpaba una multitud confusa, como un montón de gusanos negros. De aquel fermento humano brotaban, como burbujas, gritos, carcajadas, y un zumbido sordo que parecía el ruido de la marea de un mar lejano.

En medio del agua transparente, no siempre se sabe distinguir la columna líquida del manantial que brota, pero se revela por las ondulaciones de las hierbas que acaricia su onda ascendente, por las burbujas que salen de la arena y vienen á deshacerse al contacto del aire, y por el silencioso hervor que se produce en la superficie del agua y se propaga alejándose en rizos ondulados que disminuyen gradualmente.

Las blancas burbujas que se escapaban de los tubos y la compacta columna de humo que perezosamente se iba confundiendo con las matinales brumas, bien claramente demostraban que el coloso estaba listo para alentar con sus potentes transpiraciones, las dobles hélices.

El no sabía lo que pensaba ni lo que iba a decir, y por eso mismo, palpó mejor que nunca ese obscuro fondo del ser, encima del cual, lo que él llamaba su sentimiento, su albedrío, su conciencia, no eran sino burbujas de un profundo hervor incomprensible. Dejose llevar. La palabra de Beatriz le sorprendió: Cuán pensativo hase quedado vuesa merced. ¿Sufre malencolías? Ramiro no quiso contestar.