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Un día, al salir de su escritorio para ir a comer en la casa donde estaba de huésped, encontró al aperador de Matanzuela. Rafael parecía esperarle apoyado en una esquina de la plazoleta, cuyo frente ocupaban las bodegas de Dupont. Fermín no le había visto en mucho tiempo. Lo encontraba algo desfigurado; con las facciones enjutas y los ojos hundidos en un cerco oscuro.

No será de más decir que ambos vestían de seglar por las noches, con sendas levitas negras de largo faldón y manga apretada, botas de campana y enormes sombreros de felpa. Un buen cuarto de hora invirtieron antes de llegar a las cercanías del café. Una vez allí, ofuscados por las luces como cándidas mariposas, quisieron caer, y retrocedieron. Lo mejor será esperarle hacia su casa.

Entre tanto quiero esperarle. Estoy decidido a esperar. El cura de la parroquia no consiguió más que el Arcediano. De don Custodio no hay que hablar. Todos aquellos señores sacerdotes «estaban allí en ridículo», según opinión de Glocester. La verdad era que un color se les iba y otro se les venía. ¿Será esto un complot? dijo Mourelo al oído de don Custodio.

La noticia de su venida fué, pues, para él, una contrariedad, si no un disgusto serio. Y, en efecto, hacia últimos de octubre, no tuvo más remedio que ir a esperarle a Lancia, en compañía de su suegro y de otra porción de señores, todos socios del Saloncillo. El nombramiento de alcalde a su favor, había constituído al magnate en protector decidido de este partido.

Fueron a esperarle algunos parientes y amigos y le acompañaron silenciosamente hasta su casa, donde le dejaron después de un rato de conversación insulsa. En los días siguientes recibió muchas visitas con traje negro, que le ensalzaron las virtudes de su madre y le recomendaron mucha resignación. Todos le llamaban marqués. Nunca padeció más que entonces.

La espera y la inmovilidad serenaron a Febrer. ¿Qué hacía allí, lejos de su casa, en medio del monte, próximo ya el crepúsculo, esperando a un enemigo de cuya culpabilidad sólo tenía vagos indicios? El herrero tal vez estaba en su casa. Se habría encerrado al verle llegar, y era inútil esperarle.

Mientras iba por la calle en busca de la escalera de piedra donde Úrsula había quedado en esperarle, no podía menos de reírse del amor que Lucía profesaba al misterio. Después de todo, puede que tenga razón, concluyó por decirse; si no fuese por estos granos de pimienta echados sobre nuestras relaciones, la verdad es que llegarían a ser muy fastidiosas.

Pero casi siempre iba a esperarle por las tardes, unas veces sola, otras con las niñas y sus doncellas. Al partir no se olvidaba Gonzalo de decirle por cuál camino tomaba: «Hoy voy hacia Naves a ver si suelto alguna liebre. Hoy volveré por la carretera de Nieva. Hoy voy por el camino de Rodillero».

A los pocos pasos temblaba interiormente con las vacilaciones del miedo. ¡Si iría a repetirse la escena de la mañana!... Pero no; el recuerdo de la noche anterior le daba confianza. Aún no habían transcurrido veinticuatro horas, y noches como aquélla no se olvidan fácilmente. Su orgullo varonil le infundió valor. Seguramente ella se había retirado para esperarle.

Eran Medrano y Pablillos, que habían presenciado desde allí toda la escena. Al caer a la calle, el escudero recibiole sobre su pecho, exclamando: Famosa estocada, ¡voto a Cristo! Huyamos, huyamos presto, no sea que vuelva la ronda. Ramiro ordenoles esta vez con imperio que fueran a esperarle al solar, y, dándoles la capa y el sombrero, enderezó resueltamente a la casa de Beatriz.