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Ya no era su fisonomía enteramente la de un perro ratonero como de niño; había mejorado un poco; no mucho; la mejoría principalmente consistía en que andaba más limpio, sin mocos en las narices, ni repegones en las mejillas; aquel pelo indómito había conseguido, a fuerza de pomadas y cosméticos, domeñarlo, y lo llevaba aplastado sobre las sienes como los chulos.

Amigo don Segis, ¿qué le parece a usted de ir a limpiar los mocos al hijo del Perinolo? ¡Grave! ¡grave! ¡grave! murmuró don Segis. Si pudiéramos darle una sopimpa, sin escándalo, se entiende... ¡Grave! ¡grave! A las once u once y media sale del café. Podemos esperarle por allí cerca y alumbrarle algunos coscorrones. ¡Grave! ¡grave! ¡grave! ¿Es usted un hombre o no lo es, don Segis?

Traía por lo común el cabello hecho greñas y aborrascado, las narices llenas de mocos, las manos sucias y el vestido roto y cuajado de lamparones.

Ahora, vete, vete. La india salió, con el cuaderno bajo el brazo, la cara de bronce inundada de lágrimas y mocos, que ella limpiaba a lengüetadas, mientras bajaba la escalera; Quilito, en la ventana, la miraba. Este incidente le había conmovido; bien es verdad, que su corazón desbordaba de amargura en aquel momento supremo.

Cuando iba a la escuela, ella era quien le recosía los sietes de los pantalones, para que su padre, que entonces vivía, no se los abriese en la piel, le limpiaba los mocos con su propio pañuelo, y le pasaba una toalla mojada por la cara cuando ésta venía demasiadamente puerca. Después que entró a cursar la segunda enseñanza, si ya no ejercía estos mismos oficios con él, los desempeñaba análogos.

Siguió todavía algunos momentos con las narices metidas por el mantel como en son de protesta contra las reticencias mal intencionadas de su tío. Al fin, vencido de los ruegos y los halagos de la tía, levantó la cabeza: aquélla se apresuró a secarle las lágrimas y los mocos con su propio pañuelo. Tomó otra vez el tenedor y siguió comiendo.

Marchó con precaución, y asomando su enérgica nariz aguileña, pudo al fin columbrar la roma y barnizada de mocos del granuja, que en compañía de uno de sus más fieles discípulos se ocupaba en hacer crecer la inmensa bola de cera que había extraído de las velas.

Salió a abrirles la puerta del corral un muchacho muy sucio, que se asustó al ver tanto caballero; y entre limpiarse los mocos con una mano y rascarse las nalgas con la otra, les dijo de mala gana que su padre estaba en el cierro.

Unos daban indicios de no sonarse los mocos en toda su vida, y otros se oreaban sin reparo, teniendo frescas aún las pústulas de la viruela o las ronchas del sarampión; a algunos, al través de la capa de suciedad y polvo que les afeaba el semblante, se les traslucía el carmín de la manzana y el brillo de la salud; otros ostentaban desgreñadas cabelleras, que si ahora eran zaleas o ruedos, hubieran sido suaves bucles cuando los peinaran las cariñosas manos de una madre.

Eva trabajaba igualmente. No era floja labor limpiar los mocos, todas las mañanas, á siete docenas de niños, lavarlos y ponerlos á secar al sol, é impedir que se peleasen entre ellos hasta la hora del almuerzo. Pero su vida estaba agriada por otras preocupaciones. Al encontrarse fuera del Paraíso, sintió inmediatamente los primeros tormentos del pudor y de la vergüenza.