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¡Pues cuando usted la oiga!... Esa chica lo hace todo bien. ¡Si viera usted cómo dibuja! ¿No tienen más hija que ésta los señores de Elorza? Y aquella otra niña que está sentada allí enfrente, que se llama Marta. Ha de ser muy linda también. En efecto, es bonita..., pero no tiene expresión alguna. Es una belleza vulgar, mientras que su hermana... Silencio, que ya empieza.

La primogénita de la casa de Elorza, ardentísima devota del culto religioso, entregada con alma y vida a la divina tarea de santificar su espíritu y salvarlo de las garras del pecado, incansable trabajadora del campo de la virtud evangélica, aspirando siempre a una perfección mayor y celosa propagadora de la fe y la piedad, no podía menos de participar de la indignación que ardía en los pechos de las personas con quienes más se relacionaba.

Doña Gertrudis, esposa del señor don Mariano de Elorza, dueño de la casa en que nos hallamos, está sentada, o por mejor decir, recostada en un sillón al lado de Isidorito. Aunque no pasaba de cuarenta y cinco años de edad, representaba casi tantos como su marido, que frisaba ya en los sesenta.

¿No te da vergüenza llorar por un pájaro, tonta? Tienes razón repuso la niña, haciendo esfuerzos por reír y secándose la lágrima con el pañuelo . Pero me había encariñado con él como con una persona... Ya ves..., ¡hacía tres años que le cuidaba!... El rocío de la Gracia seguía cayendo copiosamente sobre el alma de la primogénita de los señores de Elorza.

Marta fue a incorporarla; pero al hacerlo, los ojos de su madre se clavaron en ella, fijos, inmóviles, terribles. Aquella mirada penetró hasta lo más hondo del corazón de la pobre niña, y dando un grito espantoso, desgarrador, la dejó caer sobre la almohada. La cabeza de la señora de Elorza se desplomó como si estuviese descoyuntada, con la boca entreabierta y los labios rígidos.

Volviendo, pues, adonde quedábamos, cumple manifestar que Ricardo llegó muy presto al portal de la casa de Elorza, que era espacioso y obscuro. De la gran puerta sólida y ennegrecida por el tiempo y el uso pendía una cadena de bronce con la cual se llamaba. Entrábase inmediatamente en un patio bastante amplio con fuente en el medio.

Aquella noche se habló, se cantó y se bailó poco en la tertulia de Elorza. La virtud, severa por naturaleza, no gusta de manifestaciones ruidosas. Muchachos y muchachas expresaban la íntima y pura satisfacción que aquel sacrificio les había inspirado con una inefable serenidad que los tenía mudos y quietos la mayor parte del tiempo, cual si meditasen profundamente sobre algún texto del Evangelio.

Al llegar a este punto y cuando el auditorio se preparaba a saborear las inefables dulzuras de una nueva estrofa, más apasionada tal vez y más patética que las anteriores, cuando la señorita de Delgado apoyaba lánguidamente sus dedos carnosos sobre las cuerdas del instrumento y la cabeza más lánguidamente aun sobre el pecho en testimonio de amargo duelo, acaeció en la casa de los señores de Elorza uno de esos sucesos terribles y extraños, más terribles aun por lo inopinados, a tal punto sorprendentes, que suspenden y cortan por un instante el uso de la palabra; una escena extraordinaria, realizada con tal brevedad que no da tiempo a reflexionar, y deja sumidos a los espectadores en profunda consternación, sin haber podido intervenir en ella.

Mucho antes de que se formalizasen sus relaciones, ya se hablaba en la villa del matrimonio del joven marqués de Peñalta con la señorita de Elorza. Era un matrimonio indicado y pedido por la opinión pública.

Algunos pollos de los antiguos tertulianos de la casa de Elorza se habían deslizado en la concurrencia y contemplaban con grandes ojos abiertos y pasmados a la nueva religiosa, sin atreverse a dirigirle la palabra. Pero ella se mostraba serena y amable y les llamaba por sus nombres con cierta condescendencia protectora, dándoles recuerdos para sus familias.