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La señora murió, y mi padre entonces me llevó consigo a su casa, y ya no me confió a nadie. A los pocos meses de estar con mi padre, donde me cuidaba una criada anciana, vino de Inglaterra el aya que mi padre encargó para y que ha estado conmigo hasta pocos días antes de que mi padre y yo viniésemos a Villafría.

Procuraba rozarse con él todo lo menos posible, por respeto a su amable persona, a quien cuidaba y quería con pasión. Sano, esbelto y vigoroso como un sollo de río, estaba convencido de que aquella gentuza era una especie de morralla creada por la Providencia expresamente para nutrir a los señores sollos.

Mi hermana ella era la que me cuidaba la casa entonces, ha muerto también hace mucho tiempo, la buena vieja... se había esforzado por poner un poco en orden la casa de Pütz; había hecho sacar los paños negros, el catafalco... pero, en tan poco tiempo, no se había podido hacer gran cosa, fuera de eso. La dejé irse.

El fogón de la nave era llamado «la isla de las ollas» por su gran número, pues cada grupo cuidaba de la suya. Y cuando llegaba la hora de la comida, los mismos pajes que acababan de tender para los marineros un mantel en el suelo, con platos de madera, daban a gritos la señal. Tabla, tabla, señor capitán, piloto, maestre y buena compaña. Tabla puesta, vianda presta.

Y así era el Marquesito original, vestía a la moda, según la entendía su sastre de Madrid, que le tomaba en serio, que le cuidaba, como a parroquiano inteligente y de mérito. No exageraba ni por ajustar demasiado la ropa ni por dejarla muy holgada, ni se excedía en los picos de los cuellos, ni en las alas de los sombreros. Procuraba tener estilo indumentario para no parecerse a cualquier figurín.

Un poco más lejos la suegra, venerable matrona vestida de negro, de aire aseñorado y resuelto, que cuidaba de las niñas más pequeñas. Luego los hijos varones, que eran muchos, y a Ojeda le producían el efecto visual de una tubería de órgano cuando por casualidad se colocaban en fila, de mayor a menor.

Severiana, que recordaba haber visto en su lugarejo uno por el estilo, le cuidaba y atendía cual si fuera de carne y hueso: su espíritu inculto, pero delicado, establecía una relación misteriosa entre aquel Jesús y su niña.

Debe ser algo que su papá cuidaba mucho. Parece muy gastada, como si alguien la hubiera llevado guardada en el bolsillo. Bien, entonces yo se lo diré me dijo. No tenía idea de que aún la conservara, pero creo que la ha guardado como un recuerdo de esos fatigosos viajes a pie del lejano pasado.

Estaba horriblemente quebrantada y era presa de una agitación de cuerpo y de alma que me hacía daño. Vamos a ver a nuestros enfermos me dijo un poco después de mediodía. La acompañé y fuimos al pueblo. El niño que Julia cuidaba y que había, por decir así, adoptado, había muerto el día antes por la noche.

Salvatti, amparado de aquel prestigio que cuidaba religiosamente, se sostenía como artista. Despedíase de la vida a la sombra de aquella mujer, la última que había creído en él y que toleraba su explotación. Aplaudida por públicos famosos, cortejada en su camerino por grandes señores, Leonora comenzaba a encontrar intolerable la tiranía de Salvatti.