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Actualizado: 24 de junio de 2025
La única persona con quien tenía gusto de hablar era con don Mariano Elorza, que había sido muy amigo de su padre, y cuya casa visitaba con gran confianza siempre que venía a Nieva de vacaciones. Don Mariano, que era expansivo y amable con todo el mundo, no podía menos de mostrarse con él doblemente afectuoso por la situación desgraciada en que se hallaba.
Desde entonces la casa de Elorza se vio invadida por una muchedumbre de mujeres que venían con niños enfermos a pedir a la señorita María que los tomase en brazos y los bendijese.
Después de dar la última mano de gato a sus cabellos, Manolito salía siempre en la amable compañía de sus botas charoladas a pasear por delante de la casa de Elorza, y calle arriba, calle abajo, allí se estaba todo el tiempo que le permitían sus ocupaciones y alguna parte también del que le prohibían.
La casa de Elorza se pobló de caras extrañas. Una muchedumbre, compuesta en su mayoría de gente artesana, invadió la escalera, los pasillos y hasta la habitación de la enferma, con hachas de cera en las manos. El cura, con el monaguillo delante y la sagrada bolsa colgada sobre el pecho, atravesó por el medio y se introdujo en la alcoba. Don Mariano había huido a esconderse.
También pudimos distinguir entre otras una jovencita muy linda llamada Rosario, con quien el pollo que está a su lado no había podido bailar la noche del sarao de Elorza a causa de la guerra que el pianista tenía declarada a las mazurcas. Los marineros iban ya a zafar los cables para emprender la marcha, cuando de una de las falúas salió una voz preguntando: ¿Y las de Ciudad?
¡Ya quisiera yo parecerme a ella!... Era alta y yo soy chiquita. ¿Qué importa eso?... Te pareces y mucho... Y es natural, después de todo, porque se parece a tu padre y tú eres Elorza de los pies a la cabeza. ¡Qué grandes armarios de libros tiene don Mariano!... Hay aquí para entretenerse un rato... Pues María se ha leído la mayor parte. ¿Y tú?
La hermana Luisa inclinó aún más la cabeza y se alejó con paso precipitado. La monja triunfante sonrió con el borde de los labios. A la misma hora los criados de la casa de Elorza iban y venían de un lado a otro con diversos objetos en la mano. Pedro, el viejo cochero, daba cera a la carretela de lujo, mientras dos mozos de cuadra limpiaban los caballos.
Volvió a ser la misma Marta tranquila, serena y cariñosa de antes, atenta siempre a desembarazar de obstáculos el camino de los otros aunque el suyo estuviese cerrado por un muro infranqueable. ¡Dichosos los que en la vida tropiezan con estos seres benditos que fundan su felicidad en la ajena, que ofrecen las flores y se quedan con las espinas! Ricardo pasaba largas horas en casa de Elorza.
El hombre del bastón, un poco cortado por la actitud del caballero y las miradas del concurso, se quitó el sombrero. Ahora, ¿qué se le ofrece a usted? ¿Es usted don Mariano Elorza? No; soy el excelentísimo señor don Mariano de Elorza. Es lo mismo. No es lo mismo. Bien, dejemos discusiones: traigo orden de prender a su hija doña María.
Estas dudas que sin cesar le asaltaban eran para su pasión un verdadero cauterio, doloroso y cruel como todos, pero de muy saludables efectos. No dejó por un instante de frecuentar la casa de Elorza como antes; acaso más que antes. Había allí dos seres a quienes compadecer y que le compadecían.
Palabra del Dia
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