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El peligro que hay, decía, raya en pecado... pero añado, será pecado claramente si no se aplica toda esa energía de su alma ardentísima a un objeto digno de ella, digno de una mujer honrada, Ana. Si dejamos que vuelvan esos accesos sin tenerles preparada tarea de virtud, ejercicio sano... ellos tomarán el camino de atajo, el del vicio; créalo usted, Anita.

Hízole otras mil preguntas para aplacar su ardentísima curiosidad; cómo estaba vestida y peinada; qué tal se expresaba; cómo tenía arreglada la casa, y Nicolás respondía echándoselas de observador.

Porque aquel hidalgo de cepa vieja sentía a la vez gana ardentísima de casar a las chiquillas y un orgullo de raza tan exaltado, bajo engañosas apariencias de llaneza, que no sólo le vedaba descender a ningún ardid de los usuales en padres casamenteros, sino que le imponía suma rigidez y escrúpulo en la elección de sus relaciones y en la manera de educar a sus hijas, a quienes traía como encastilladas y aisladas, no llevándolas sino de pascuas a ramos a diversiones públicas.

Piadosas, humildes, reverentes con Dios y con sus Ministros, su religiosidad brilla principalmente por una ardentísima devoción á la Virgen y por un miedo cerval al demonio. La Virgen es para ellas preferente objeto de un amor indefinible.

Pero la Dura tenía todo su ser embargado por la ardentísima ansiedad física que experimentaba, y sus ojos de águila se fijaron en Severiana que escanciaba en un vaso algo del contenido de una botella.

La primogénita de la casa de Elorza, ardentísima devota del culto religioso, entregada con alma y vida a la divina tarea de santificar su espíritu y salvarlo de las garras del pecado, incansable trabajadora del campo de la virtud evangélica, aspirando siempre a una perfección mayor y celosa propagadora de la fe y la piedad, no podía menos de participar de la indignación que ardía en los pechos de las personas con quienes más se relacionaba.

Le dominaba por completo su mujer, fanática ardentísima, que aborrecía a los liberales porque allá en la otra guerra, los cristinos habían ahorcado de un árbol a su padre sin darle tiempo para confesar. Carraspique frisaba con los sesenta años, y no se distinguía ni por su valor ni por sus dotes de gobierno; se distinguía por sus millones. Doña Lucía, su esposa, confesaba con el Magistral.