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Mira si tendrá malas ideas... Luego dice que se salva. ¡Como no se salve esa...! Me ha dicho Severiana que cuando delira fuerte, siempre se sale con eso, con que va a sacar del Sagrario la custodia y a guardarla en su baúl, o qué yo qué.

Vieron entonces que Guillermina pasaba en dirección al cuarto de Severiana, y doña Lupe corrió a recibir de su boca augusta los plácemes que merecía. «¡Oh, qué buena es usted! le dijo la santa, estrechándole las manos . ¡Quedarse aquí cuidando a esta pobre...! No, no diga usted que esto no vale nada.

Gracias a la madre de los pobres declaró Severiana, que estaba en pie arreglando la cama , no le falta nada. ¡Qué señora esa! ¡Una santa! exclamó doña Lupe en el tono más encomiástico . No le usted otro nombre, porque ese es el que le cae bien... Pero esta se ha cerrado a no comer dijo la hermana mirándola , y sin comer no viven más que los camaleones. Pero ayunas, ¿de verdad?....

A los diez minutos de haber salido el cuerpo, entró Severiana con los ojos hinchados, y abrió todas las puertas, ventanas y balcones para que se ventilara la casa. La comandanta empezaba a disponer el tren de limpieza, y a sacar los trastos para barrer con desahogo.

Severiana, que recordaba haber visto en su lugarejo uno por el estilo, le cuidaba y atendía cual si fuera de carne y hueso: su espíritu inculto, pero delicado, establecía una relación misteriosa entre aquel Jesús y su niña.

La verdadera creyente, la devota sincera de aquella casa era Severiana: sus amos pagaban el aceite, pero ella encendía la lamparilla, cuidando de que ardiera constantemente, levantándose a veces durante la noche para orar de rodillas, mientras cerrando los ojos creía ver el miserable cuartucho donde dormía su hija.

Quien hubiera podido retratarles de cuerpo entero era Severiana, la criada, infeliz mujer obligada a servirles y aguantarles por la más triste de las causas. ¡Y pobre de ella como Damián y Casilda llegaran a enterarse! De fijo la despedirían sin compasión ni remordimiento. ¡Buenos eran, tratándose de ciertos pecados!

Apenas hubo cogido Fortunata la escoba, entró Severiana, y que quieras que no, se la quitó de las manos. «No faltaba más... señorita. Se va usted a poner perdida...». Por Dios, déjeme usted que la ayude. ¿Quiere que le haga el almuerzo a su marido? ¡Qué cosas tiene...! ¡Ay qué gracia!... ¿Cree usted que no ?... La tortillita en la fiambrera, y el pan abierto con la sardina dentro.

Desde entonces, como lo que Severiana más temía era quedarse desacomodada, no había impertinencia que no sufriese ni fatiga que no soportara. Era una criada modelo, sumisa, respetuosa, incansable y callada.

Cuando llegué estaba en su sano juicio. ¡Preguntome por ti con un interés...! Dijo que te quería más que a nadie, y que en cuantito que entrara en el Cielo, le iba a pedir al Señor que te hiciera feliz. Yo, francamente, al oír esto, vi que estaba fatal, y Severiana me dijo que anoche creyeron por dos o tres veces que se les quedaba en las manos.