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¡La última aventura de su historia!... Desnoyers adivinó esta voluntad de renunciamiento al oir que por primera vez confesaba sus años. No pensaba volver á la capital. ¡Todo mentira! La existencia en el campo, rodeado de la familia y haciendo mucho bien á los pobres, era lo único cierto.

Cierto era que algo más simple, el amor solamente, bastaba a explicar la relación estrecha que se había formado entre los dos, y ella daba una prueba elocuente de su amor cuando confesaba que comprendía las dudas de su marido y de su padre acerca de su felicidad en otros tiempos.

Le confesaba, le hacía narrar y describir cien veces sus sentimientos, sus recuerdos, sus propósitos y sus esperanzas. A veces le acometían dudas sobre aquel extraño amor. ¿Pero de veras estás enamorado? ¿No consideras que soy una vieja?... ¿que puedo ser tu madre? Raimundo respondía siempre con alguna caricia apasionada, con una húmeda mirada donde se leía el infinito de su pasión.

Ahora relataba al doctor la enfermedad de don Tomás, el cura que iban á visitar; «un santo varón» que en otros tiempos confesaba á la de Sánchez Morueta y que pronto moriría como un justo si la Virgen no le salvaba con un milagro.

Confesaba que al principio no había pensado más que en el amor vulgar; pero ahora, al sondar los inefables misterios que encerraba el alma de la generala, al comprender que su corazón estaba virgen y puro, al adivinar en ella un ser superior, todos sus groseros pensamientos se habían apartado como lava impura; sólo quedaba el oro sin mezcla de una pasión grande y elevada.

Y se confesaba con ella, cándidamente: la decía que era un enfermo, un niño, un loco necesitado de cuidados y de amor; que su aparente valor ocultaba un miedo infantil; que su soberbia era humilde; que odiando amaba; que cuando vertía lágrimas de compasión, la sonrisa del escarnio las contenía; que pasaba de un extremo a otro con dolorosa inquietud, con ansia atormentadora, con la necesidad nostálgica de una inmutable serenidad.

Cuando, súbitamente entusiasmado, intentaba avanzar, ella sonreía con una inocencia maliciosa: «No comprendo... no comprendo». Y si al fin confesaba su comprensión, era frunciendo el ceño y protestando con frío rubor: «Shocking».

Un señor de Courval, hombre de reconocida honradez, se confesaba deudor de su madre por una considerable suma, y deseaba devolverla. El capital y los intereses ascendían a cien mil escudos; la deuda estaba justificada, y mi colega guardábame el dinero en buenos billetes de Banco. No era posible dudar de semejante dicha.

Varias noches, estando así, ya de sobremesa y no presentes las chicas que habían servido, doña Manolita tentó el vado, a ver si D. Acisclo declaraba la causa de su preocupación. Don Acisclo, aunque negaba que estuviese preocupado, lo daba a conocer cada vez más, si bien no confesaba la causa. Una noche, por último, D. Acisclo se mostró más preocupado, pero más alegre asimismo.

Lo que hacía era hablar mucho del teatro, y preguntarle si conocía al tenor, y al barítono, y a la tiple; y pedía señas de su vida y milagros, ya que él confesaba saber algo de todo esto, aunque es claro que por referencias lejanas....