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Por uno de ellos, más profundo y más íntimo, pero menos solemne, cada alma humana se pone en relación con su Hacedor y le busca, y tal vez le halla y hasta consigue unirse con él por inefable misterio.

Cotogni está cantando con inefable dulzura la serenata, mientras en la orquesta los violines ríen a mezza voce, como les lutins en la sombra de los bosques... ¡Pero el inglés que acompaña a mi vecina, debe ser un hombre feliz!

Por las noches algunas veces iban al café con la familia; otras, las más, se escapaban a algún teatro o vagaban cogidos del brazo por las calles solitarias, mirando los escaparates, entrando a lo mejor en cualquier tienda para comprar orejones o cacahuetes. Carlota empezaba a tener caprichos. ¡Qué noches aquéllas de dicha inefable! Paseaban horas enteras charlando.

Acudió el perro negro y puso su hermosa cabeza sobre las rodillas de la dama, mirándola de hito en hito con sus ojos negros y cariñosos, a cuya dulzura nada podía compararse. Dejó de oírse la voz inefable del piano, y Beethoven, con su mundo de sentimientos y de formas, desapareció en el silencio como una viva luz tragada por las tinieblas.

Pero no es sólo más hermosa, sino mayor, la caridad que anhela transmitirse en las formas de lo delicado y lo selecto; porque ella añade a sus dones un beneficio más, una dulce e inefable caricia que no se substituye con nada y que realza el bien que se concede como un toque de luz. Dar a sentir lo hermoso es obra de misericordia.

Harto que no es así, que no es ésta la verdadera doctrina; que el amor divino es la caridad, y que amar a Dios es amarlo todo, porque todo está en Dios y Dios está en todo por inefable y alta manera. Harto que no peco amando las cosas por el amor de Dios, lo cual es amarlas por ellas con rectitud; porque ¿qué son ellas más que la manifestación, la obra del amor de Dios?

En esas horas de inefable calma, cuando las nubes, al morir, colora el rojo sol, y estremecida el alma inquiere, meditando, soñadora, ese tenaz misterio de la vida que engendra de la duda roedora la imagen maldecida... ¡cuántas veces, del mar en la presencia, y escuchando su música salvaje, creía, entre el rumor del oleaje, los gritos percibir de la conciencia!

Quiero decir con esto que Rosita amaba a muchos de sus tertulianos con una amistad parecida a la que un hombre puede sentir por otro hombre, con más cierta dulzura inefable que ella, por ser mujer, y mujer bonita aún, atinaba a poner en esta amistad, completamente ajena a todo sentir amoroso. El primero de estos amigos de Rosita era el Conde de Alhedín. Entre Rosita y el Conde no había secretos.

Después, convirtiéndolos al cautivo, le miró con asombro y cariño largo rato, embargada por la emoción, como si estuviese en presencia del mismo San Luis Gonzaga. En efecto, el semblante del joven, rebosando de calma celeste y resignación, merecía un nimbo de luz. Todo era puro, inefable, en aquel semblante radioso.

Por eso es con Dios coeterno su Verbo. Ni el amor inefable y divino hubiera brotado nunca en la mente suprema, si de la contemplación del propio Verbo desde la eternidad no hubiera nacido. Débil trasunto, pobre semejanza de tan altos misterios hay sin duda en el fondo del alma humana. Dios, con su palabra, engendró el amor y creó el Universo.