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El capital al servicio de la industria había civilizado territorios salvajes, había destruido fronteras históricas, estableciendo mercados en todo el globo: él era quien surcaba las tierras vírgenes con los rails de los ferrocarriles, quien removía los mares para tender los cables telegráficos, quien ponía en comunicación los productos de uno y otro hemisferio, venciendo los rigores de la naturaleza y evitando las grandes hambres que habían hecho rugir á la humanidad en otros siglos.

Todo lo indicaba así: el teniente casi expulsado de aquella casa que dos semanas antes consideraba como suya; su protectora evitando el verle, para lo cual espaciaba sus visitas. Además, al enterarse ella por Valeria de que su antiguo enamorado había roto la voluntaria clausura en Villa-Sirena, se apresuraba á darle una cita inmediata, como si le urgiese reanudar sus relaciones con él.

Vivía encerrada, y evitando entrar en relaciones con la vecindad. Los domingos salía a misa de alba, compraba sus provisiones para la semana y no volvía a pisar la calle hasta el jueves, al anochecer, para entregar y recibir trabajo. Benedicta era costurera de la marquesa de Sotoflorido, con sueldo de ocho pesos semanales.

Todos la asediaban, pugnando por arrancarla una palabra, un signo de preferencia, y ella contestaba a todos con asombrosa discreción, manteniéndolos en perfecta igualdad, evitando los choques mortales que podían sobrevenir repentinamente entre esta juventud belicosa, armada y poco sufrida. ¿Y el Ferrer? preguntaba don Jaime. ¡Maldito verro!

Cuando en las tardes de los domingos salían los dos a las afueras, evitando el aproximarse a los Cuatro Caminos, o paseaban por las avenidas más solitarias del Retiro, el amante contemplábala con cierto orgullo, como si fuese obra suya, complaciéndose en sus perfecciones.

Se acordaba de los largos y reflexivos mutismos del herido después de algunas palabras imprudentes. A los dos días de recibir sus cuidados había tenido un movimiento de rebeldía, evitando el salir con ella á paseo. Pero, falto de vista, comprendiendo la inutilidad de su resistencia, había acabado por entregarse con una pasividad silenciosa.

Mi querida María Teresa, no se atormente usted le dijo Huberto, esto será nada seguramente, un poco de anemia, sin duda. Estoy trastornada de ver a mi padre en ese estado: jamás ha estado enfermo. ¿Usted ha visto qué mala cara tiene? Está preocupado; por eso tiene fiebre. ¡Dios mío, si Juan estuviera aquí! él sólo puede ocuparse útilmente de nuestros intereses, evitando toda molestia a mi padre.

De vez en cuando chocaba la barca con algún árbol invisible; conmovíase el bote, como si fuese a estallar, y había que retroceder, dar un rodeo, buscando otro paso. Deslizábanse lentamente por temor a los choques; iban de un lado a otro, evitando los obstáculos, y acabaron por desorientarse, no sabiendo ya a qué lado estaba el río. Por todas partes obscuridad y agua.

¿Y todo eso para que al final no se supiera la verdad? ¿Cómo vindicar la memoria de la inocente, profanada y envilecida? ¿Debía él, en presencia de todos, el día de los debates, jurar por la Cruz la inocencia de la muerta? ¿O debía más bien desear que el proceso no se llevara adelante, y declarar que se había engañado, y reconocer que la inocente se había dado muerte ella misma evitando así el verse obligada a revelar ante la multitud curiosa, el secreto del ser amado?

Y Ojeda, al despertar de esta vertiginosa evocación de recuerdos que sólo había durado algunos segundos y abarcaba todo un período de su existencia, se vio caminando por el Salón del Prado, en una noche fría, al lado de una mujer que marchaba con desmayo, como si al término del paseo la esperase la muerte, evitando las palabras de él, evitando su mirada.