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¿Quiere usted que sea hoy mismo? ¿Después de haber recibido al Señor?... Bien: porque usted lo dice. Será un nuevo sacrificio. Callaron un instante el confesor y la penitenta. Doña Cristina volvió la cabeza, como si descansase antes de entrar en la segunda parte de su confesión; y al ver tan próxima á Pepita, fijos en el devocionario sus ojos cándidos, se pegó más á la rejilla.

Hasta en esto admiraba doña Cristina el talento y la virtud de los Padres. ¡Si todos los teatros fuesen como aquél, podrían asistir sin miedo las madres cristianas! La música era de las zarzuelillas y revistas en boga: pero en la letra está el pecado, y las palabras eran de ciertos Padres aficionados á la versificación. La mujer estaba excluida de todas las obras.

Debía ser esta irrupción obra de doña Cristina, dispuesta á hacer comprender rudamente al médico su deseo de cerrarle para siempre las puertas de la casa. Aresti veía los ojos de los tres, fijos en él, como si le dijeran: «¿Qué haces aquí? Vete: no eres de los nuestrosEl millonario acogía con una sonrisa la solicitud con que se aproximaban á él, y le rodeaban como si temieran que escapase.

Doña Cristina iba á salir. Mamá, ya sabes mi encargo dijo Pepita. No lo olvido contestó la madre con sonrisa bondadosa. No debía hacerlo, porque la mentira siempre es un pecado; pero, en fin, puede mentirse cuando no es en perjuicio de tercero. Tiraré por del hilito, para que las buenas madres no se enteren de tu pereza.

Las gitanas hicieron lo mismo con Preciosa, no sin envidia de Cristina y de otras gitanillas que se hallaron presentes; que la envidia también se aloja en los aduares de los bárbaros y en las chozas de pastores como en palacios de príncipes, y esto de ver medrar al vecino que me parece que no tiene más méritos que yo, fatiga.

El automóvil era para las señoras. Pepita apreciábalo en mucho porque era un motivo de envidia para las amigas; doña Cristina consideraba como un homenaje á la Fe, el llegar en él á las puertas de la iglesia de los jesuítas. Era el dernier cri de la devoción; daba á entender, según ella, que el progreso no está reñido con el dogma.

Doña Cristina daba el último toque á sus cabellos rubios, que ya comenzaban á encanecer, al mismo tiempo que con el rabillo del ojo seguía en un espejo la marcha del reloj colocado sobre el mármol de una chimenea. Eran las tres de la tarde, y á las cuatro tenía que asistir en Bilbao á una junta de señoras católicas, de la que era presidenta, en el Colegio del Sagrado Corazón.

Toda la castidad de doña Cristina, su horror á la carne vil, se revolvió al contacto de aquel papel. No quiso verlo más y lo abandonó en el mismo sitio donde lo había encontrado. Sabía lo necesario: su marido tenía una amante: tal vez por esto pasaba tanto tiempo fuera de Bilbao...

La Universidad de Deusto aún interesaba más á doña Cristina. ¡Cómo lamentaba ella no poder entrar en aquel palacio, tantas veces admirado al ir y volver á su casa; no poder correr por la montaña de su parque, y ver de cerca el San José, que dominaba el paisaje, bajo su dosel de luces eléctricas! La sabiduría de los buenos Padres se revelaba en todos los detalles del establecimiento.

¡Dinero! respondió la señorita Margarita; ¡oh! madre mía, no haga usted eso. ¡No mezcle el dinero en la dicha de esa niña! La expresión de este refinado sentimiento que, entre paréntesis, la pobre Cristina es probable no hubiera apreciado del todo, no dejó de asombrarme en boca de la señorita Margarita, que no peca en general de ese puritanismo.