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»No me dio algo allí, porque, después de mi entrevista con el pretendiente, ya no podía admirarme nada que fuera de la especie de lo que le había oído a él; pero en la acogida que habían merecido a mi madre sus pretensiones, no dejaba de haber motivo para sorprenderme, y así se lo manifesté a ella.

El Barón casi dejó de admirarme como hermosa, a fin de quererme, de atenderme y de servirme como buena. No soy yo alegre y regocijada por mera y espontánea energía de mi espíritu. Lo he sido y lo soy también porque me impongo, porque me decreto la alegría. Las cosas no pueden estar mejor de lo que están. Me parecería ingratitud para con Dios, si yo me quejase.

»En el salón inmediato aguardaba mi abuelo, que, en honor mío, había hecho aquella noche «la calaverada» de ir a admirarme «vestida de pecadora». Al verme aparecer, se quedó como asombrado. Pensé yo que se escandalizaba, y me cubrí el seno con el abanico. Me dijo a su modo muchas cosas, que tan pronto me sonaban a ponderaciones entusiásticas, como a lamentos de pesadumbre.

El coche marchaba por una serie de calles estrechísimas, bailando muy más de la cuenta para mis huesos; pero como yo venía dispuesto a admirarme de todo y hallarlo de perlas, lejos de quejarme, sacaba a menudo la cabeza por la ventanilla y echando una ojeada a las casas de pobre apariencia que íbamos pasando, me dejaba caer otra vez sobre el asiento, exclamando lleno de gozo: «¡Oh, qué árabe, qué árabe es todo esto

¡Phs!... , , algunos. Como este relato es una verdadera confesión, declaro que aquel «¡Phs!», pronunciado con indiferencia desdeñosa, quería significar que yo, como gran poeta también, no estaba obligado a admirarme de otros grandes poetas, sino a profesarles tan sólo la estimación debida a los compañeros. Que se me perdone esta flaqueza que confieso. Otros las tienen y no las confiesan.

A pesar de mi severidad, no pude menos de admirarme de la finura del Rey Nanar, y confesé, allá en mis adentros, que era la persona más comm'il faut que había yo tratado en mi vida. El Rey me alojó en su alcázar, me dio fiestas espléndidas, y me distrajo de tal suerte que casi me hizo olvidar el objeto de mi misión.

Pongo en tensión todos mis nervios hasta que se me ocurre una cosa más fina, y entonces me asalta un pensamiento terrible. ¿Entenderá esto mi admirador? me pregunto . ¿No resultarán estas consideraciones demasiado sutiles para un pueblo de pocos vecinos? Verdaderamente, el señor de la provincia de Guadalajara ha tenido una idea bien peregrina cuando se ha decidido a admirarme.

Las hazañas de los soldados de la revolución contra los reyes de Europa coligados no podían admirarme. No me parecían la defensa serena del que confía en su valor y en su derecho, sino el brío febril de la locura, excitada por la embriaguez de la sangre y por medio de asesinatos horribles. París se me antojaba el infierno, y no atino ahora á comprender cómo permanecí tanto tiempo en él.

Como toda la prudencia y la reflexión que podía esperarse de aquellos dos rudos montañeses había que buscarla en Chisco, yo no apartaba mis ojos de él, y no podía menos de admirarme al observar que ni en aquel trance de prueba se alteraba la perfecta regularidad de su continente: su mirada era firme, serena y fría, como de ordinario; su color el mismo de siempre, y no había un músculo ni una señal en todo su cuerpo que delatara en su corazón un latido más de los normales; al revés de Pito Salces, que no cabía en su ropa, no por miedo seguramente, sino por el deleite brutal que para él tenían aquellos lances.

, pero es para admirarme, mientras que las mujeres, si me miran, es buscando defectos, y si no los hallan, los inventan. Ya ves, como he observado una porción de cosas. Ya lo vemos, sobrina. Pero trata de observar también, que la corrección es una apreciable cualidad.