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Como si estallara dentro de su cuerpo un petardo, se levantó el confesor. No se había podido contener. Usted me... dispensará, Sr. D. Carlos dijo con torpe lengua , pero mis deberes militares.... No se pertenece uno desde que se mete en ciertos trotes. , ... vaya usted.... ¿Cuántos hombres hay en Elizondo? Doce mil y ochenta caballos. Con permiso de usted....

«, ella era feliz, pensaba; más valía así». También Emma vivía muy contenta y le trataba a él mejor que antes, y a veces le daba a entender que le agradecía también la iniciación en aquella nueva vida... del arte, como llamaban en casa a los trotes en que se habían metido. Todos eran felices, menos él... a ratos. No estaba satisfecho de los demás, ni de mismo, ni de nadie. Debía serse bueno, y nadie lo era. En el mundo ya no había gente completamente honrada, y era una lástima. No había con quién tratar, ni consigo mismo. Se huía; le espantaban, le repugnaban aquellos soliloquios concienzudos de que en otro tiempo estaba orgulloso y en que se complacía, hasta el punto de quedarse dormido de gusto al hacer examen de conciencia. Ahora veía con claridad que, en resumidas cuentas, él era una mala persona. Pero ¿de qué le valía aquella severidad con que se trataba a mismo a la hora de despertar, con bilis en el gaznate, si después que se levantaba, y se lavaba, y se echaba mucha agua en el cogote, resucitaba en él, con el vigor de la vida, con la fuerza de su otoño viril, sano y fuerte, la concupiscencia invencible, el afán de gozar, la pereza del pecado convertido en hábito? Aquello iba mal, muy mal; su casa, la de su mujer, antes era aburrida, inaguantable, un calabozo, una tiranía; pero ya era peor que todo esto, era un... burdel, , burdel; y se decía a mismo: «Aquí todos vienen a divertirse y a arruinarnos; todos parecemos cómicos y aventureros, herejes y amontonados». Este amontonados tenía un significado terrible en los soliloquios de Bonis. Amontonados era... una mezcla de amores incompatibles, de complacencias escandalosas, de confusiones abominables. A veces se le figuraba que aquella familiaridad exagerada de los alemanes, los cómicos, y su mujer, era algo parecida a la cama redonda de la miseria; podía no haber allí ningún crimen de lesa honestidad..., pero el peligro existía y las apariencias condenaban a todos. Marta, que iba a casarse con el tío Nepomuceno, admitía galanteos subrepticios del primo Sebastián, un cincuentón verde y bien conservado, que de romántico se había convertido en cínico, por creer que en esto consistía el progreso. Sebastián, antes tan idealista y poético, ahora no podía ver una cocinera sin darle un pellizco, y esto lo atribuía a que estábamos en un siglo positivo.

Don Braulio, a pesar de que había reído las gracias del Conde y estaba contento de que le hubiese escuchado discretear, se escamaba de tanto obsequio y sentía no poco sobresalto de ver cómo se iba metiendo en los trotes del gran mundo; pero no supo resistirse. La Condesa le iba a llevar hasta la casa de ella en su coche.

Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo. Los fox-terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros, que cuando una cosa va a morir, aparece antes. ¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón? preguntó.

Cuando llegó al capítulo de los que pretendían disputarle su mano, el coronel, el ex-gobernador y el catedrático, se dibujó una sonrisa de lástima en sus labios: habló de ellos con desdén olímpico. «Unos pobres mamarrachos, Miguel; ninguno tiene pizca de mundo ni sabe lo que es sociedad, ni se ha visto jamás en tales trotes: así que sin poderlo remediar enseñan la oreja a cada instante.

Don Quijote, que le pareció que ya su enemigo venía volando, arrimó reciamente las espuelas a las trasijadas ijadas de Rocinante, y le hizo aguijar de manera, que cuenta la historia que esta sola vez se conoció haber corrido algo, porque todas las demás siempre fueron trotes declarados; y con esta no vista furia llegó donde el de los Espejos estaba hincando a su caballo las espuelas hasta los botones, sin que le pudiese mover un solo dedo del lugar donde había hecho estanco de su carrera.

Le pareció oir gritos en alemán, trotes de caballos, un rumor lejano de redobles y silbidos semejante al que producían los batallones invasores con sus pífanos y sus tambores planos... Luego perdió por completo, la sensación de lo que le rodeaba.

Gustaba ella de lucir por todos estilos y de dar a sus salones cierto tinte de sabiduría y refinamiento aristocráticos. Había educado tan bien a D. Joaquín, espoleándole para aquellos trotes, que él había ido, en su carrera desenfrenada, más allá de la meta que ella le puso.

El labrador fué sacando de su faja toda aquella indigestión de ahorros que le hinchaba el vientre: un billete que le había prestado el amo, unas cuantas piezas de á duro, un puñado de plata menuda envuelta en un cucurucho de papel; y cuando la cuenta estuvo completa no pudo librarse de ir con el gitano al sombrajo para convidarle á una copa y dar unos cuantos céntimos á Monote por sus trotes.

Los presos eran tres: D. Carlos, un fraile aragonés que pereció el año 35 en Zaragoza cuando la célebre causa y conspiración de D. Vicente Ena, y un capitán de caballería que desde mucho antes andaba en aquellos trotes, y después de ser masón el 20 e indefinido el 24, había ingresado en los nacientes y aún no fogueados ejércitos del Infante.