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Aquella noche fue, en efecto, Miguel con su tío a casa de la intendenta, quien le recibió con mucho agasajo: no tanto a los tres o cuatro amigos de que había hablado tío Manolo, y que fueron entrando uno después de otro. Todos ellos eran entrados en días; uno era coronel retirado; otro, catedrático de matemáticas en la facultad de ciencias; otro, ex-gobernador de provincia.

Cándida cuchicheaba con el P. Melchor, D.ª Eloisa con su ahijado el P. Gil y con Obdulia, D. Joaquín con Marcelina, y el P. Narciso con D.ª Filomena. Se puede asegurar que los únicos que escuchaban realmente al ex-gobernador interino de Tarragona eran su hermano y D.ª Teodora, esto es, los que ya conocían los pormenores de su gestión administrativa tan bien como él.

¡No puede ser! repitió D.ª Serafina Barrado. El ex-gobernador de Tarragona dejó escapar por la nariz algunos resoplidos fragorosos, como una locomotora que desaloja el vapor sobrante, y repuso: ¿Creen ustedes, señores, que no tengo ojos en la cara? Esta pregunta trascendental, acompañada del adecuado fruncimiento de cejas, produjo bastante impresión entre los interruptores.

Viéronle marchar todos con cierta sorpresa a causa de su manifiesta turbación: en la risa que se dibujó en la cara del ex-gobernador, quiso adivinar Miguel que había atribuido la salida a algún malestar del cuerpo.

En sustancia, el ex-gobernador interino de Tarragona vino a decir que el excusador de Peñascosa nunca había sido santo de su devoción. Los caracteres retraídos, mansos, silenciosos, no le habían dado resultado.

Pues aún no era esto lo peor: lo peor era que Anita, que tenía un temperamento linfático exhausto de sangre, gustaba de mantener viva y cargada incesantemente, hasta en los días templados, la chimenea de su gabinete; merced a esto y al cuidado con que se cerraban todas las puertas y rendijas, aquella habitación era un horno; en ocasiones la atmósfera se ponía casi irrespirable; el coronel y el catedrático, que eran obesos y sanguíneos, sudaban gotas de tinta y estaban expuestos a una congestión; pero el ex-gobernador y tío Manolo, lejos de compadecerles, se complacían muy mucho en aquel tormento, y hasta se hubieran alegrado quizá de un amago de apoplejía que les impidiese salir de casa por las noches.

Entre ellos se encontraban varios jefes y oficiales de mérito, tanto granadinos como venezolanos, y asi como hubieron llegado á Guadaslito para dar unidad y eficacia á los esfuerzos comunes tal era al menos su propósito establecieron un gobierno, nombrando como Presidente de la República al ex-gobernador de Pamplona, teniente coronel Fernando Serrano, y á Urdaneta, á Servier y al Doctor Francisco Javier Yánes por Consejeros de Estado, con el coronel Santander como jefe del ejército.

Peregrín, debes tener presente que no le has hecho más que una visita en Madrid, y por la noche, según me has dicho apuntó tímidamente D. Juan. El ex-gobernador arrojó a su hermano una mirada de indecible desprecio. Juan, no metas la pata. Peregrín, no por qué... ¡Juan!... ¡Peregrín!... ¡Que no la metas! ¡Que no la metas!

Los demás, incluso D.ª Eloisa, alzaron la cabeza con curiosidad. ¿Quién era? Su cuñada Joaquina gritó más que dijo el ex-gobernador interino de Tarragona, como si anunciara el juicio final. Profundo estupor en toda la tertulia. ¡Mi cuñada! exclamó. Su misma cuñada confirmó D. Peregrín con trompeteo horrísono. ¡No puede ser! dijo D.ª Eloisa. ¡No puede ser! exclamó su marido, suspendiendo el juego.

Cuando llegó al capítulo de los que pretendían disputarle su mano, el coronel, el ex-gobernador y el catedrático, se dibujó una sonrisa de lástima en sus labios: habló de ellos con desdén olímpico. «Unos pobres mamarrachos, Miguel; ninguno tiene pizca de mundo ni sabe lo que es sociedad, ni se ha visto jamás en tales trotes: así que sin poderlo remediar enseñan la oreja a cada instante.