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En esto, cruzando por entre tenderetes y puestos, llegó frente a la calle de la Pasión. El letrero que indicaba el nombre de la calle estaba precisamente colocado en una casa baja, de revoque amarillo. «No ha mentido» pensó Paz y, dirigiéndose al aya, la dijo, con acento que no admitía réplica: Párese Vd. aquí conmigo.

Sin pecar de entremetido frecuentaba las casas de las personas distinguidas. No le gustaba hacer ruido ni llamar la atención de las tertulias sobre . No daba ni admitía bromas, ni tenía el temperamento abierto y jaranero que suele caracterizar a los sacerdotes que gustan del trato social. Si era intrigante, debía de serlo de un modo distinto de lo que suele verse en el mundo.

En estas breves interrupciones, doña Rufina demostraba un gran conocimiento del mundo y un pesimismo de buen tono respecto de la virtud. Para ella no había más pecado mortal que la hipocresía; y llamaba hipócritas a todos los que no dejaban traslucir aficiones eróticas que podían no tener. Pero esto no lo admitía ella.

Ochenta y seis años: ya había paseado bastante: ¡para lo que le quedaba que ver!... Se recluyó en el piso segundo, donde sólo admitía a su nieto.

Toda su ilusión era conseguir una licencia para vivir varios días en Mallorca o en la Península, lejos de la isla virtuosa y huraña, que sólo admitía al forastero como marido; embarcarse en busca de otras tierras, donde era fácil dar expansión a sus deseos exacerbados, iguales a los del colegial y el presidiario.

Lo prestaron en los mismos términos los demas Señores Vocales por su órden, y los Señores Secretarios, contraido al exacto desempeño de sus respectivas obligaciones: habiendo espresado el Sr. D. Miguel de Azcuénaga, que admitía el cargo de Vocal de la Junta, para que por el Exmo.

Así como avanzaba en años, era más agresivo y temerario, extremando su actividad, como si con ella quisiera espantar á la muerte. Sólo admitía ayuda de su travieso «peoncito». Cuando al ir á montar acudían los hijos de Karl, que eran ya unos grandullones, para tenerle el estribo, los repelía con bufidos de indignación.

Aquel comercio infame la dolía más que la repugnaba; en su vida de teatro, en la que entró ya seducida, enamorada del vicio, no había tenido ocasión de adquirir nociones de dignidad ni de amor puro; aquella mezcla del amor y el interés le parecía sólo producto de su oficio; que la hermosura tenía que ser el complemento del arte para ganar la vida, lo admitía, sobre todo desde que ella misma estuvo convencida de que jamás llegaría a ser prima donna assolutissima en los grandes teatros.

Mientras roía con sus dientes desvencijados algunas pastas, pues no admitía otra cosa su estómago, también un poquito averiado, disertaba, mejor dicho, exhalaba una serie de exclamaciones acerca de cierta novela recién publicada en Francia.

No quedaba un trabajador en esta «tierra de todos» que no tuviese un trapo patriótico en el boliche. Antonio González había conocido antes que las cancillerías de Europa las banderas que años después iban á ser consagradas por los trastornos de la gran guerra. Todas las admitía: desde la de Irlanda libre á la de la República sionista que debía establecerse en Jerusalén.