United States or Argentina ? Vote for the TOP Country of the Week !


Ideando una de esas mentiras mujeriles que de puro sencillas se confunden con la verdad. El diálogo fue del modo siguiente: Diga usted, señora preguntó muy arrebujada en el mantón , ¿m'hace usted el orsequio de decirme si es cierto que hay aquí un sotabanco desarquilao? No lo hay. Pos me lo habían asegurao. Pos l'han engañao a ustez.

Apóyate en don Lázaro, Paula, que estás muy mala. ¡Ah! Triste cosa es llevar por acompañante á un caballerito como éste. El aragonés balbuceó algunas excusas, y dió el brazo á doña Paulita. Andando, sintió que la devota pesaba en su brazo como si fuera de plomo. Iba muy arrebujada, en su mantón y caminaba con dificultad. Va usted muy á prisa dijo, pesando más fuertemente en el brazo del joven.

Dígolo por la impresión inenarrable que me causó Lituca, a quien había dejado algo triste y muy arrebujada en los pesados ropajes de invierno, y encontrada risueña como una aurora de abril, y rebosando de juventud y frescura en sus hábitos veraniegos, sencillos hasta la pobreza, pero limpios y alegres como el plumaje de las tórtolas que la arrullaban desde su huerto florido.

Todo en nombre de la civilización. Porque aquella turba miserable es el botín de la última batida en la frontera... Detrás de los cristales de la puerta del comedor, apareció una sombra: la señora Casilda escudriñaba en la obscuridad; pero estaba la chica tan arrebujada, tan perfectamente escondida dentro de su refajo y enroscada, por así decirlo, sobre el umbral, que era difícil distinguirla.

Mariquita, desde la puerta de su casa, arrebujada en un mantón, los seguía con la vista, participando del orgullo de su tío al ver que todos se agrupaban en torno de él, acompañándolo en sus paseos por el claustro. La proximidad de tanto hombre parecía marearla.

¿Con quién estás hablando, Amaury? preguntó Magdalena, apareciendo entonces en la puerta, arrebujada en un amplio chal de cachemira y lanzando una rápida mirada a su prima, que dio un paso pretendiendo retirarse. Ya lo estás viendo, Magdalena: hablo con Antoñita, y estaba felicitándola por su elegancia. Tan sinceramente como acababas de felicitarme a mi, de seguro.

En el asiento posterior, la señora francesa dormitaba también, conservando una actitud de estudiado recato, que se echaba de ver en la posición del pañuelo caído sobre la frente ocultando a medias su rubicunda cara. Otra señora de Virginia City, que viajaba en compañía de su esposo, yacía en un ángulo, arrebujada en un mar de cintas, pieles y abrigos que inundaban por completo su persona.

Luego imaginaba lo que haría, cuando fuera su esposo para apartarla de la irritada sensualidad de los que hubieran sido sus galanes: La llevaría a un país muy lejano, a alguna ínsula salvaje; o se encerraría con ella en una morada que no tuviese más abertura que el ferrado portón, para no dejarla salir sino muy de mañana a la iglesia más próxima, bajo un manto amplio y espeso que la ocultara todo el rostro y sólo dejase a los demás su sombra pasajera y arrebujada.

Cuando pasaba de uno en otro salón, un paje caudatario, con morada librea, sostenía por detrás el extremo de su larga cola de chamelote. Las dos primeras veces que Ramiro fue a echarse a los pies del Canónigo topó en los corredores con una dama arrebujada en su manto.

»Y muy poco más conservo en la memoria de los lances y sucesos de esta aventura, cuyo único mérito para formar capítulo aparte, consiste en haber sido muy deseada, y la primera entre las de mi vida mundana; muy poco más, y eso en tropel confuso; verbigracia: la peste de los salones de entonces, y de ahora, y de siempre; esas criaturas sin sal ni pimienta, insípidas e incoloras, y, estaba por decir, sin sexo ni edad, estúpidamente esclavas de los preceptos de la moda en el vestir, en el moverse y en el hablar; más que niños y mucho menos que hombres, con la insubstancialidad y la ignorancia de los unos, y los atrevimientos y los peores vicios de los otros; ridículos y feos, asaltándome sin tregua ni respiro, devorando con ojos estrellados los repliegues de mi escote, y exponiendo, como mérito sobresaliente para aspirar a mi conquista, el arrastre de las rr de sus impertinencias y el hablar a tropezones la lengua de Castilla, sólo porque sabían que yo me había educado en Francia; las obligadas galanterías de los buenos mozos, por lo común, más nutridas de malas intenciones que de agudezas; los enrevesados conceptos de los galanes presumidos y cortos de genio; las protectoras sonrisas y las paternales franquezas de los personajes maduros, a quienes la edad y la fama autorizan para todo, hasta para ser descomedidos y groseros; los cumplidos extremosos, las ponderaciones de rúbrica y las forzadas protestas de cariño de viejas retocadas, de madres envidiosas y de jovenzuelas casquivanas como yo; el vértigo de la danza casi incesante, en brazos de unos y de otros; los sueños voluptuosos, o la tortura insufrible, según los casos; más tarde, la agonía de la curiosidad, y la vista y el oído cansados por saberse de memoria las figuras, los colores y el rumor del cuadro, cuya luz se va velando por la evaporación del concurso y el polvillo tenue de suelos, galas y afeites, y cuya atmósfera espesa, tibia y saturada de perfumes, repugna a los pulmones y al estómago; después, el quebrantamiento del cuerpo, escozor en los ojos, mucho peso en los párpados, cierto deseo de bostezar... y, al cabo, la vuelta a casa, arrebujada en pieles y casi tiritando en el fondo del carruaje; los elegantes arreos de la fiesta, lacios y marchitos, arrojados con desdén en los sillones del dormitorio; y, por último, el meterme en la cama con la impresión de un escalofrío; el cerrar los ojos y el sentir en el cerebro las caras, los colores, los sonidos, las alfombras, los espejos, las bujías, los lacayos, toda la casa, toda la fiesta hecha un revoltijo, una pelota, aporreándome los oídos y las sienes: la memoria embrollada, el corazón entumecido, la inteligencia embotada para todo discurso; y persiguiéndome y asediándome entre tan cerrada obscuridad, la extraña persuasión, clara como la luz del día, de que nadie me había puesto aquella noche tantos defectos ni me había rebajado tanto en la escala de las elegantes, de las discretas y de las hermosas, como mi amiga Sagrario.