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Y esta noche, juerga... la más gorda de la temporada: hasta que salga el sol. Quiero que esas muchachas, al irse a la sierra, vayan contentas y se acuerden del señorito... Y traeré tocaores para que le descansen a usté, y cantaoras para que Mariquita no haga todo el gasto... ¿Que no quiere usted mujeres de esas en Marchamalo? ¡Si mi primo no se enterará!... Bueno: no vendrán.

Además, estaba el vino como principal culpable: el veneno de oro, el diablo de color de ámbar, esparciendo con su perfume la locura y el crimen. Fermín permaneció silencioso largo rato. De todo esto dijo al fin ni una palabra al padre. El pobre viejo moriría. Mariquita hizo un gesto de asentimiento. Si te encontraras con Rafael continuó, ni una palabra tampoco.

El asunto estaba muy bien elegido y no podía ser más adecuado para Goethe, que era un sabio como FAUSTO, y que si bien más dichoso, habría tenido, como todos los sabios, no pocos instantes de amargura en que se desesperan de pedantear, y de querer enseñar a los otros lo que ellos mismos no saben; y dudan del valer y de la utilidad de sus escritos; y exclaman remedando a Doña Mariquita.

Estremecíase con el contacto fresco y suave de sus brazos, con el perfume de hermosura sana, que parecía surgir en chorro voluptuoso del escote de su pecho. El soplo de sus labios le erizaba la epidermis del cuello, esparciendo un estremecimiento por todo su cuerpo... Cuando, abrumado por el cansancio, volvió a Mariquita a su asiento, la muchacha quedó tambaleando, pálida, con los ojos cerrados.

Vivía con él su sobrina Mariquita, una fea, de facciones hombrunas y frescas carnes, venida de las montañas para cuidar al tío, de cuya riqueza y poder en la Primada se hacían lenguas en la aldea parientes y amigos. En las Claverías llevaba a maltraer a todas las mujeres, abusando de la autoridad absoluta de don Antolín.

Mariquita era de las que dicen: Yo no soy la salve para suspirar y gemir. ¡Vida alegre, y hacer sumas hasta que se rompa el lápiz o se gaste la pizarra! En la época colonial casi no se podía transitar por el Puente en las noches de luna. Era ése el punto de cita para todos.

Lo que es yo no te llevo replicó vivamente este . Me voy ahora mismo. Ni yo tampoco añadió al punto Currita Fernandito no se siente bien, y no hemos de andar por ahí dando vueltas. Pero, mujer, si te coge al paso... Me dejas en la calle de Alcalá, en la chocolatería de doña Mariquita... Por nada del mundo pierdo yo mi gran jícara con su par de mojicones... Son sabrosos opinó Villamelón.

Expulsaría de las Claverías al zapatero, ya que estaba en ellas sin otro derecho que haber nacido allí su mujer. Mariquita, alborozada por la energía de su tío, debió hablar a alguien de tales propósitos, y la noticia circuló por el claustro. Don Antolín no osó seguir adelante, aterrado por la unanimidad con que toda la población se alzó silenciosamente frente a él.

Desde la calle del Cuervo fue a ver al conserje del teatro para preguntarle dónde habitaba otra corista llamada Carolina, muy amiga de Mariquita y que tal vez supiese su paradero. ¡Oh impremeditada determinación, qué de males trajiste! ¡Pobre viejo, que imaginando hacer una visita, cayó es un abismo! Al pisar la entrada del teatro el corazón le latía con desusada fuerza.

¿Quieres que vayamos a casa de doña Mariquita a tomar chocolate? Vamos. Mientras tomaban el desayuno, Merelo, cada vez más alegre y cariñoso, habló de muchas cosas con pasmosa lucidez; pero especialmente de esgrima.